Pagar para que alguien hable mal de otro es una práctica milenaria, pero no por vieja debe disimularse, pues en pleno siglo XXI sigue lastimando la convivencia democrática.
Las revelaciones sobre pagos a “generadores de contenido” en las redes sociales por gente en puestos de poder nos obliga a aprender de lo que ya nos suena a prehistoria: la ética periodística antes de la existencia de Facebook.
Por un lado, todo periodista se ve influido por sus valores personales, la organización donde trabaja y las instituciones de su país. Por el otro, toda persona en algún puesto de poder, generalmente público, sabe que un periodista, antes de la existencia de las redes sociales, era la única llave para escribir una historia en una u otra dirección.
Ante esta realidad, “¿será que tal político conoce al dueño de ese periódico o ese canal de televisión porque solo cosas buenas dicen de él?”, sostenían algunos lectores o televidentes. “¿Será que ese candidato compra periodistas para que critiquen al otro aspirante?”, opinábamos con algunas pistas que permitían construir esa narrativa con tintes de realidad y conspiración.
Los medios tradicionales responsables e independientes, y el gremio, bien que mal, respondían a estos riesgos propios del oficio de contar historias en público mediante códigos de autorregulación sobre el trato con las fuentes de información, la enseñanza universitaria de la carrera, un colegio profesional activo vigilante de la calidad de la vida noticiosa y un marco legal para cuidar el honor. Hoy, todo esto es válido y resulta igual de importante, pero nos desborda ante la vorágine tecnológica que vivimos.
Si antes de las redes sociales buena parte de la ética periodística giraba en torno a la regulación del vínculo entre periodistas, por un lado, y a la gente en puestos de poder, por el otro, ahora, el aspecto ético se quedaría corto si disimula el megáfono que todo ciudadano tiene en su teléfono celular y el enorme abanico de posibilidades que se abre para que el político, el empresario o el ideólogo pague e influya, a través de los esbirros digitales, en la percepción que se tiene de él.
Por eso, las respuestas a la falta de calidad o a los métodos deficientes de producción de contenidos masivos debería incluir la educación mediática digital en las escuelas, el autocontrol en el uso de las redes en cada hogar, la identificación de los contenidos falsos y un transparente ejercicio de quienes lucran con los contenidos, como por ejemplo, indicar que tal mensaje es pagado, como ocurre con los publirreportajes en los medios de comunicación responsables.
Como un capítulo más, se deben incluir soluciones al cuestionado y lucrativo manejo de las huellas de los usuarios por parte de las grandes empresas tecnológicas de la comunicación digital.
La ética ciudadana para la convivencia digital del siglo XXI toma tiempo y exige casi un relevo generacional para estar en práctica al cien por ciento.
Hasta aquí reconozco que los periodistas podemos fallar en el momento de contar historias, sea por ignorancia, mala intención, falta de cuidado o ganar dinero.
También, mencioné las medidas preventivas para disminuir estos excesos. Sin embargo, tanto en la era previa como en la de las redes sociales, nos encontramos con la otra cara de esta historia: la gente que ostenta temporalmente el poder. Para ellos, el manual ético está por escribirse y un buen comienzo es reconocer los errores y enmendarlos. Solo así se gana confianza de cara a la construcción democrática de la convivencia digital en que estamos metidos.
Periodista y profesor en la UCR.