Un sistema educativo que promueve el «arte de la queja», que pone especial énfasis en la defensa y el reclamo de los derechos por encima de los deberes y las obligaciones, y además relega a un segundo plano la discusión racional sobre los hechos concretos, es un sistema que terminará democratizando, estimulando e institucionalizando su propia mediocridad.
Como todos sabemos, el quejoso sostiene —muchas veces visceralmente— que su gestión es la expresión de un malestar general que demanda una atención legítima inmediata, la cual conduce inevitablemente a la consecución de una acción correctiva férrea, en contra de lo que él entiende como formas de exclusión y marginación.
Por supuesto, ¡no es que haya algo de malo en la queja en sí! Por el contrario, los ciudadanos genuinamente demócratas deberían poder comunicar su desasosiego, siempre y cuando estos perciban el surgimiento de ciertas anomalías que menoscaban las condiciones pactadas entre las partes.
Lo anterior no significa de modo alguno que toda queja constituya un ejercicio de conciencia lúcida y libertaria, pues, en algunos casos, podríamos estar en presencia del suceso completamente opuesto, a saber, que la queja sea una forma de reduccionismo explicativo forzado, el cual no persigue otra cosa que la consolidación de indefinidos y egoístas intereses personales.
En ese sentido, pareciera que hoy todos estamos de acuerdo con que la verdadera educación, es decir, la educación en su sentido más concreto, debería concienciar a las partes involucradas en la ejecución de los distintos procesos que les competen, respetando no solo los derechos adquiridos, sino acatando también la obligación de asumir los deberes que simultáneamente exigen todas aquellas acciones educativas.
Por ejemplo, estamos en nuestro derecho de denunciar y condenar toda forma de discriminación solapada o expresa que desfigure la dignidad no solo del joven estudiante, sino también la de la figura del formador-docente. Sin embargo, paralelamente, debemos tener muy presente el deber que exige la misma legislación de mantener resguardados todos aquellos talentos, virtudes y actitudes positivas que son propios de cada cual, con el fin de velar por el trabajo necesario para que docentes y estudiantes alcancen la máxima meta común, que consiste en ahondar críticamente en la adquisición de nuevos conocimientos, además del idóneo acompañamiento profesional que contribuya al desarrollo de habilidades investigativas propias.
Bien harían las partes (docentes, padres y madres de familia, estudiantes e instituciones) en tener presentes estas cuestiones y ser vigilantes críticos de los procesos y las labores que articulan la participación de todos los actores educativos, si es que, genuinamente, queremos tomar parte en el concierto de las naciones civilizadas e ilustradas del mundo.
Así, la queja por la queja no nos llevará nunca a buen puerto, pues, vista de esta manera, la queja no es más que una forma ridícula de divertimento para ingratos malagradecidos que buscan problemas en donde no los hay, o de perezosos ingenuos que demuestran su corta edad a partir del aburrimiento que les produce asumir tareas.
Actitudes todas estas para las cuales mi octogenaria abuela tenía —como siempre— un remedio casero muy eficaz: «Si su mal tiene solución, ¿de qué se queja?», me decía ella sonriente, mientras sacaba de mi sucia y desordenada mochila escolar mis apuntes de clase de aquel día. «Así, que manos a la obra, Francisquito», agregaba.
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El autor es profesor de Matemáticas.