Para dar cuenta de la subjetividad que atraviesa cada época, basta con atender las palabras que corean los individuos que la habitan. Durante los últimos años, es fácil advertir el abuso del adjetivo espectacular, como fácil es también advertir que no hace más que describir la lógica del nuevo milenio, la que idolatra lo ostentoso, lo vistoso, lo fuera de lo común.
La felicidad y el éxito personales se comprueban tras la enunciación del adjetivo de moda, ante todo, en bocas ajenas. Sin embargo, también es sencillo advertir que no es poco habitual que, con tal de «dar el espectáculo», muchos caen en la jactancia de lo obsceno, es decir, la línea entre ser espectacular y ridículo es delgada.
El mandato social es que todo debe ser espectacular: la apariencia física, la casa, el automóvil, la comida, las amistades, el sexo y hasta el amor. La necesidad de robar miradas, de ser definido, o cuando menos de poseer algo que esté en el orden de lo espectacular, ha impactado en particular el amor.
El valor del amor ha sido reducido a términos mercantiles. Se pretende escoger a la persona amada como quien escoge un par de zapatos. Para eso, las aplicaciones tecnológicas ofrecen, junto con el catálogo, la promesa de que, si el algoritmo se hace cargo, la elección saldrá bien.
¿Debemos confiar en que un algoritmo conoce nuestras marcas más íntimas? ¿Será que esa inteligencia artificial «sabe» que no se ama a cualquiera? ¿Se puede crear un algoritmo que acepte los desacuerdos y malentendidos que hay en el amor? En una época en la que se desdeñan las privaciones y los fracasos, ¿aceptarán los usuarios una aplicación que aclare que el amor también tiene algo de dolor y de pérdida?
Las evidentes limitaciones y malas noticias que trae el amor potencian la rebelión del autoamor, el cual parece confundir la lógica individualista con un proceso de descubrimiento personal. Dicha lógica inhibe la intimidad, imposibilita la capacidad de compartir con otros las emociones auténticas, se basa en un goce autoerótico que no enlaza.
El amor tiene más de contingencia que de voluntad, pero el amor, en estos tiempos de impaciencia, se asemeja más a una inexactitud en la elección, que necesita ser reparada con el objetivo de hacer funcionar el amor, en lugar de esa «manera de hacer con lo imposible» que concluyó Jacques Lacan.
En definitiva, el amor no es un acontecimiento espectacular, pero sirve, al menos, para saber, como decía Armando Manzanero, de qué color son los cerezos.
La autora es psicóloga y psicoanalista.