Al Poder Judicial corresponde la conservación del Estado de derecho. Cuando hay abuso contra un ciudadano, este tiene la garantía de acceder al sistema de justicia para que jueces objetivos e imparciales —con independencia de filiación política o religiosa, de condición económica o de cualquier prejuicio— conozcan su caso y, de comprobarse la injusticia, ordenen reparar el daño y poner al agresor en su lugar.
Igualmente, corresponde a los jueces poner en su sitio a los funcionarios que, abusando de su cargo, incurren en corrupción o en arbitrariedad. Por ejemplo, los jueces de Estados Unidos —la democracia más antigua y consolidada del planeta— así lo demostraron recientemente cuando frenaron una y otra vez a quien fuera el hombre más poderoso del mundo, el presidente Donald Trump, cada vez que emprendió alguna acción contraria a derecho.
Subrayo: jueces independientes que, aplicando la ley, aunque el cielo caiga (fiat justitia, ruat caelum), pusieron a raya al hombre con más poder en el planeta.
Así como en ese país, los costarricenses tenemos la misma garantía consagrada en nuestra Constitución Política. Sin embargo, en materia penal, los jueces dependen de los insumos que les proporcione el Ministerio Público.
Esta última institución es la encargada de investigar los delitos con objetividad e imparcialidad, para presentar sospechosos y pruebas ante los jueces. Objetividad en recabar los medios probatorios, tanto para fundamentar la acusación como para acreditar la inocencia del imputado, e imparcialidad, pues debe respetar las garantías constitucionales y los derechos procesales de los investigados.
Síntomas del un narco-Estado. El crimen organizado gana terreno, y esto se infiere de la creciente tasa de homicidios y de las guerras territoriales de los carteles costarricenses. Síntomas de avance hacia el narco-Estado son el lavado de dinero, así como también la sensible corrupción de particulares corruptores y de funcionarios sobornables que desvían fondos de los servicios públicos, causando inestimables daños sociales.
En tanto esto sucede, quienes observamos desde fuera no sabemos cuál es —o si existe— la política de persecución penal que debe diseñar y ejecutar el fiscal general, jerarca del Ministerio Público, para reprimir y desarticular tales actividades.
La Corte Suprema de Justicia, con la grave responsabilidad de nombrar al próximo fiscal o próxima fiscala general de la República, debe encontrar una persona conocedora de la realidad criminal del país, de la corrupción y de la criminalidad transnacional que nos afecta; preparada y con la experiencia suficiente para investigar y perseguir tales delitos; y con la capacidad de diagnosticar los distintos niveles de lesividad causada por el fenómeno criminal, para priorizar el uso de los recursos humanos, económicos y técnicos en la represión de los delitos más dañinos.
Está claro que las acusaciones del Ministerio Público se formulan sobre la base de una causa probable o de la probable culpabilidad del imputado. De modo que miente quien afirme que toda denuncia o toda investigación criminal debe terminar en sentencia condenatoria.
Precisamente porque el proceso penal camina sobre criterios de probabilidad, la Fiscalía General de la República cometió, una y otra vez, el error de crear falsas expectativas en la ciudadanía: quebraron puertas, practicaron detenciones y —en muchos casos— dañaron honras ajenas; muchos de esos procesos terminaron en desestimaciones, sobreseimientos o absolutorias. Esto ha traído el descrédito ante la ciudadana y la consecuente deslegitimación.
Temor interno. Algunos de esos asuntos fueron acciones contra fiscales inocentes, que salieron airosos de acusaciones administrativas y penales sin base alguna; uno de ellos, de lo que se sabe, basado en prueba falsa ofrecida y patrocinada por el mismo Ministerio Público. Se percibe el temor de los fiscales para tomar decisiones, esto es, se suman la desconfianza externa y la desconfianza interna.
La institución se encuentra partida: de un lado, el bando que apoyó durante su gestión a la hoy ex fiscala general Emilia Navas y, del otro, los disconformes con el sello personal que esta impuso.
Si bien estoy convencido de que en el Ministerio Público hay funcionarios con sobradas condiciones para dirigir la institución, es riesgoso su nombramiento, pues siempre tendrá en contra al bando opositor.
No me opongo al nombramiento de un fiscal o de una fiscala de carrera, pero en la actual situación, es mi parecer, lo deseable es un nuevo o una nueva titular de la Fiscalía General de la República que venga de fuera del Ministerio Público, pero lo conozca por dentro y cuente con las cualidades de liderazgo para superar las diferencias internas, genere la unidad institucional, retome la correctas técnicas de investigación criminal y de procuración de justicia, y devuelva la confianza al personal y la ciudadanía.
El autor es abogado penalista.