
Durante años, hemos tenido la idea de que importar era más rentable que producir. Que abrir el mercado, traer productos terminados y revenderlos era el camino más rápido hacia la prosperidad. En el corto plazo, ese modelo parecía funcionar: los productos llegaban más baratos, las empresas reducían costos y el consumidor accedía a una variedad sin precedentes. Pero lo que en apariencia fue un avance terminó debilitando una de las bases más importantes de la soberanía: la capacidad de producir lo que necesitamos.
Cada producto importado sustituye a un productor local que podría estar generando empleo, conocimiento y valor agregado dentro del país. Poco a poco, Costa Rica fue abandonando su músculo productivo, confiando en que siempre habría un contenedor disponible, una fábrica extranjera dispuesta a proveer lo que aquí dejamos de fabricar. Sin embargo, la dependencia económica también es una forma de vulnerabilidad política. Lo barato hoy puede ser carísimo mañana.
La pandemia de covid-19 nos lo recordó con crudeza. Cuando las cadenas de suministro se rompieron y el comercio internacional se paralizó, descubrimos que no podíamos fabricar muchas de las cosas que consideramos cotidianas. En ese momento, pequeños talleres, productores agroindustriales y emprendedores locales dieron un paso al frente. Volvimos a mirarnos hacia adentro y comprendimos que la autosuficiencia no es una nostalgia industrial, sino una necesidad estratégica.
Durante unos meses se encendió una chispa de esperanza: Costa Rica podía producir. Pero cuando el comercio global se normalizó, muchos de esos esfuerzos se desvanecieron, aplastados por los costos, la burocracia y la competencia de los bienes importados.
Mientras tanto, las grandes potencias del mundo siguieron el camino inverso. Estados Unidos comenzó a repatriar industrias que había trasladado a Asia décadas atrás. Lo hace porque entendió que depender del exterior para bienes esenciales –chips, medicinas, alimentos– es un riesgo inaceptable. Estados Unidos ha implementado políticas de incentivos para traer de vuelta fábricas de tecnología, farmacéutica y manufactura avanzada. Incluso los aranceles impuestos por Donald Trump, criticados en su momento, responden a una lógica que hoy pocos discuten: proteger la base productiva nacional no es proteccionismo, es soberanía.
Costa Rica tiene mucho que aprender de esa estrategia. La recuperación de la capacidad de producir debe ser una prioridad nacional. No se trata de cerrarnos al comercio ni de renegar de la globalización, sino de participar en ella desde una posición de mayor autonomía. Para lograrlo, las universidades y centros de investigación deben desempeñar un papel fundamental. La academia no puede limitarse a formar profesionales; debe convertirse en un actor activo del desarrollo productivo. Las universidades públicas y privadas deben ser plataformas de innovación, transferencia tecnológica y articulación con los sectores empresariales y comunitarios.
Y lo más importante: debemos comprender que invertir en educación superior, ciencia y tecnología no es un gasto, sino una inversión estratégica. Cada colón destinado a laboratorios, proyectos de investigación y desarrollo tecnológico se multiplica en forma de productividad, empleos de calidad e independencia económica. Recortar los presupuestos universitarios o desfinanciar la investigación científica es, en realidad, un acto de miopía económica. Un país que no invierte en conocimiento está condenando su futuro productivo. Por el contrario, cuando la educación y la ciencia son vistas como inversión, el país multiplica su autonomía, su competitividad y su resiliencia ante las crisis.
Junto a la academia, el Estado debe promover encadenamientos productivos sólidos entre grandes empresas, pymes y productores locales. Una economía verdaderamente soberana no se construye con actores aislados, sino con redes de colaboración que mantengan la riqueza y el conocimiento dentro del país. Si las empresas multinacionales que operan en zonas francas integran proveedores costarricenses en su cadena de valor, el beneficio será doble: generaremos empleo local y desarrollaremos capacidades nacionales que nos harán menos dependientes de lo externo.
En este mismo sentido, es urgente crear un entorno que permita a los emprendedores sobrevivir y crecer. Hoy, miles de iniciativas mueren en sus primeros años debido a la tramitología, la falta de acceso a financiamiento y la competencia desleal. El informalismo, lejos de ser un problema moral, es un síntoma de un sistema que no facilita la formalidad ni la permanencia productiva. Un Estado inteligente debe ver en cada emprendedor un socio estratégico, no un trámite más.
Producir no es solo fabricar objetos. Es preservar conocimiento, estimular la innovación y mantener viva la cultura del trabajo creativo. Cuando un país pierde la capacidad de producir, pierde algo más profundo que su industria: pierde su capacidad de decidir. La dependencia no solo es económica; es también política y cultural.
Costa Rica tiene talento, educación y estabilidad institucional. Lo que falta es una visión clara de Estado que ponga la producción nacional en el centro del proyecto país. No basta con hablar de innovación o de emprendimiento como eslóganes: hay que traducirlos en políticas, en financiamiento, en alianzas entre el sector público y privado, en una academia fortalecida y conectada con las necesidades reales del país.
Recuperar la capacidad de producir no significa aislarse del mundo, sino participar en él desde la fortaleza interna. Apostar por la innovación local, la investigación científica y los encadenamientos productivos es decidir no ser simples revendedores de lo que otros fabrican. Es decidir ser un país que crea, que transforma, que construye su destino con sus propias manos.
La verdadera soberanía del siglo XXI no se mide en fronteras, sino en la capacidad de transformar conocimiento en bienestar nacional. Producir es pensar, y pensar con libertad es el primer paso para ser soberanos.
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Félix Badilla Murillo es ingeniero industrial.