Hace ya tiempo que he comentado con amigos y alumnos cuánto me molesta el uso tan frecuente y ligero que se hace de la expresión recogida en el título de este artículo, para indicar que algo carece de importancia, que es intrascendente y hasta prescindible.
Respetar los símbolos. Mis maestros me enseñaron a respetar los símbolos, especialmente los símbolos patrios. En la Escuela Juan Rafael Mora y en el Liceo Luis Dobles Segreda aprendí todos los himnos patrióticos nacionales, así como también a respetar la bandera y el escudo, el pabellón nacional, y a recitar con solemnidad el saludo a la bandera. En otros contextos, aprendí, además, a respetar los símbolos de otros países o entidades, y también algunos más abstractos, incluso vestimentas y uniformes.
No creo que deba exagerarse en esto tampoco: un exceso de formalismo, o de rigidez y disciplina, puede ser nefasto, pues, incluso, llevaría a manifestaciones de autoritarismo y de un patriotismo malentendido.
Sin embargo, hay una gran diferencia entre lo anterior y repetir mecánicamente que algo es “como un saludo a la bandera”, para manifestar su falta de valor, de importancia, su irrelevancia.
Gran sorpresa. Traigo a colación lo dicho, pues, francamente, me sorprendí mucho al leer en las páginas de este periódico, hace aproximadamente un mes, que, en un acto llevado a cabo en la Casa Presidencial, el director jurídico de la Presidencia de la República, don Marvin Carvajal, había manifestado que “… se verá que este decreto no será un saludo a la bandera ni un golpe de Estado” (sic).
Me sorprendió mucho leer esta expresión en declaraciones atribuidas a tan alto funcionario, aunque fueran dichas fuera del acto formal de la firma del decreto ejecutivo. Y, por eso, lo destaco y censuro en estas páginas.
Pienso que, en nuestro país, hemos llegado demasiado lejos en el irrespeto a símbolos. Los símbolos son expresiones abstractas que, referidas a una nación, pueblo o país, reflejan su historia y su cultura. Con frecuencia, sobreviven a manifestaciones más concretas de esos pueblos y naciones. Fuera de su contexto, pueden quedar vacías de contenido y transformarse en meros rituales o “cosas”. Por eso, deben respetarse y aprenderse en toda su riqueza, junto a los contextos (histórico, lingüístico, religioso) en que surgen y permanecen.
También el lenguaje se ha devaluado. Y, como recordaba con frecuencia don Julio Rodríguez (q.e.p.d.), inspirado, sin duda, en George Orwell, “toda corrupción y toda dictadura comienzan por la corrupción del lenguaje”.
Formalidad. Creo que debe recobrarse cierta formalidad en la vida pública: los jueces, fiscales y abogados deberían exhibir algún tipo de distintivo durante la celebración de los juicios; los maestros y profesores, vestir de manera formal cuando imparten clases, y ¡ni qué decir de los catedráticos universitarios! Nada aparatoso ni ajeno a las condiciones propias de nuestro clima y de las restricciones económicas, pero, ciertamente, de modo que se pueda distinguir, con solo una mirada, al juzgador del juzgado y a la maestra de sus alumnos.
Pero, sobre todo, enseñar con el ejemplo, con el respeto a la historia y a lo que nos une como pueblo y nación o a otros pueblos y naciones. Y esto empieza por entender que el saludo a la bandera no es algo banal.