Han tomado auge nuevas formas de autoritarismo diferibles de la percepción típica de las dictaduras clásicas, que se revuelven con instituciones democráticas que sirven como fachada para reducir los cánones democráticos, pero sutilmente.
Entre estas, por ejemplo, las denominadas democracias iliberales que, en palabras de Angelo Attanasio, “se afirman como una expresión de la voluntad popular, pero niegan que este derecho pueda extenderse a todos los ciudadanos”.
Estos regímenes fundan su discurso en componentes étnicos o nacionalistas y, por lo general, cuentan con un gran respaldo popular, lo cual es un espaldarazo inicial de legitimidad para acciones posteriores no necesariamente acordes con el canon democrático, y sí más afín a formas de gobierno autócratas, que rompen las cadenas por los eslabones más débiles de la sociedad, aspecto que, en todos los casos, termina dándose en detrimento de los derechos humanos.
Cabe observar, como un caso de análisis, el gobierno del salvadoreño Nayib Bukele y sus decisiones específicamente en relación con las maras. Y aquí voy a plantear una posición quizás impopular, pero acorde con los principios de los derechos humanos.
No culpo a los millones de salvadoreños que creen ver en las acciones de Bukele una respuesta a la inseguridad o una “justa” venganza por la pérdida de seres queridos; en sus circunstancias —potenciado por su discurso populista—, es esperable sentirlo de esa forma.
Pero debemos comprender una cuestión fundamental: un principio básico de los derechos humanos es el de universalidad, es decir, todas las personas son titulares de estos; sean criminales o no, sospechosos de delitos o no, al igual que las víctimas.
Y esto tiene una implicación subyacente esencial: que si queremos que nuestros derechos se respeten, se deben respetar los de los otros, así de simple y así de complejo. De lo contrario, estos pierden sentido.
Este punto anterior es básico, y los admiradores de las actuaciones de Bukele deben tenerlo claro a pesar de que no suene tan seductor, pero la violación de los derechos de una persona es la violación de los de cualquier otra.
Los derechos humanos como sistema de garantías cobran sentido solo cuando el poder político los respeta por igual, no cuando se consienten detenciones sumarias.
De acuerdo con un reciente informe de Amnistía Internacional, se han documentado en El Salvador graves violaciones de derechos humanos, en cuenta detenciones arbitrarias, criminalización de personas en situación de pobreza, juicios sumarios y tortura, lo que viola toda convención en la materia, además de la extensión de forma anómala de un régimen de excepción que se convierte en la regla.
Y aquí radica la probable impopularidad de estas líneas, pero debe tenerse en cuenta que los derechos fundamentales entendidos como frenos de los abusos de poder nos protegen a todos de la misma forma y sin escogencia (principio de interdependencia), lo que no significa, claro está, bajo ninguna circunstancia, impunidad a la hora de juzgar a quienes han vulnerado los derechos de otros.
Pero ello debe hacerse en las condiciones propias del Estado de derecho y las leyes de un país, y no con arbitrariedades, pues el sistema de garantías pierde su legitimidad y abre la puerta a otras violaciones.
josedaniel.rodriguez@ucr.ac.cr
El autor es politólogo y profesor en la UCR.