Hemos pasado casi un siglo haciendo lo mismo en lo tocante a dinámicas de trabajo, ingenio e innovación. No hemos avanzado al ritmo deseado, tomando en cuenta la capacidad de Costa Rica, cuyo rango de competitividad pudo ser similar al de las naciones desarrolladas, principalmente en los últimos 30 o 40 años.
Varios factores que inciden en la velocidad del crecimiento deben ser analizados con profundidad, por ejemplo, un sistema de educación obsoleto en el que las habilidades para diseñar y crear se detuvieron hace mucho tiempo y, por tanto, la innovación y el desarrollo no se corresponden con competencias, habilidades e inteligencias múltiples del ADN costarricense.
La cotidianidad del mercado y el consumo van al ritmo de las importaciones y la supervivencia, es decir, como menciona el expresidente uruguayo Pepe Mujica, «gastando la vida para consumir».
En estos tiempos, podríamos preguntarnos si creamos una cultura educativa que ayudó a la innovación en todo lo que hacemos, pero en realidad, en la coyuntura de la nueva normalidad, lo cotidiano se impone mediante las cosas que nos ocupaban y que no necesariamente originan valor agregado a nuestras vidas y organizaciones con productividad.
Este estilo nos ha tenido estacionados durante muchos años, y los resultados son retroceso en la calidad de vida y la infraestructura, y en la falta de profesionales destacados, ingenieros, artistas y científicos.
Nos enfrentamos a una nueva realidad donde lo esencial es reinventarse para vivir, lo cual significa aprovechar los recursos existentes para tener un equilibrio entre la calidad de vida y las economías sanas. Es un fenómeno social que promueve el bienestar y define el factor de producción como variables esenciales en este rompecabezas.
La mayor de todas las crisis es la indiferencia y no enfocarse en lo primordial para garantizar resultados y el mejoramiento de la vida.
En países altamente competitivos, y donde la estrategia se basa en sistemas educativos, priman valores como la disciplina, el compromiso y la excelencia, lo cual origina que los ciudadanos entren en la fuerza laboral y contribuyan a mejorar estos índices.
Según la definición del Foro Económico Mundial, lo principal de las sociedades es una economía competitiva y productiva, pues la productividad conduce al crecimiento, que permite ingresos más altos y un mayor bienestar.
Un país como el nuestro, que invierte casi un 8 % del PIB en educación tiene pendiente el mejoramiento en esta área, el acortamiento de la brecha tecnológica, resolver el deterioro del sector agrícola y la infraestructura y mejorar los indicadores macroeconómicos.
Es ineludible comenzar a implementar estrategias para las grandes transformaciones con el fin de hacer avanzar los potenciadores de eficiencia e innovación.
Estos pilares son motores de desarrollo junto con el gobierno, mediante la creación de políticas públicas con celeridad en los aspectos medulares para la reactivación económica, como son el financiamiento a empresas pequeñas y medianas para aumentar el PIB, crear empleo, consolidar el comercio exterior y reactivar el turismo. La internacionalización de las pymes requiere inversión estatal para acompañar y educar en materia de competitividad.
Un contexto complicado como el actual podría ser acicate para comenzar a pensar en las nuevas generaciones, con el fin de hallar la esencia y propiciar el bienestar como concepto fundamental de la economía.
Esta búsqueda conlleva que los factores de producción sean aprovechados sin caer en desigualdades; sin embargo, es necesario entender que las transformaciones se sustentarían en un compromiso de los millennials, que representarían el 70 % de la fuerza laboral después del 2025, para alcanzar los objetivos de desarrollo. Implica una reforma del modo de pensar, lo cual se construye mediante la educación.
El autor es ingeniero industrial.