Impresionante la manera como nos estamos convirtiendo en un pueblo de obesos comedores de chatarra. Va uno al cine y el chavalo de a la par se sirve un balde de palomitas de maíz y una palangana de Coca-Cola. En la soda, uno mira al papá comprarle a la chiquita un aterro de papas fritas grasientas con kétchup. Camina uno y por donde mire van esos mondongos desaforados, colgando al aire. Lo que más me golpea es observar a dos papás ya desparramados con un niño al que ya han convertido en bolita de grasa.
En los últimos quince años, el peso promedio del costarricense aumentó en casi cuatro kilos. Más de una tercera parte de los ticos tiene problemas de obesidad. Supongo que en unos cinco o seis años, cuando hagan una nueva encuesta nacional de nutrición, el panorama será mucho peor. Claro está que a veces la obesidad se origina en problemas de salud ajenos a la voluntad de las personas. Sin embargo, en la gran mayoría de los casos, la gordura excesiva es una opción de vida, un (mal) uso de la libertad personal que refleja estilos de vida nada saludables: mala alimentación, porciones obscenas a la hora de comer y el sedentarismo, entre otras lindezas.
Lo peor no es el orgullo con que algunos “maes” se palmetean el chiverre, como si ser panzón fuera gran cosa. Ni siquiera la pena de constatar como ese o esa joven recién casada se infla estilo globo en pocos meses, como si casarse diera licencia para engordar. Lo peor, a mi juicio, son las consecuencias de la obesidad autoinfligida sobre el sistema de salud pública. La Caja Costarricense de Seguro Social tiene que invertir cuantiosos recursos para atender enfermedades crónicas asociadas a la obesidad que perfectamente pudieron haberse evitado si muchos se decidieran a tener estilos de vida más saludables. Como la expectativa de vida en este país es alta, el tratamiento de esas enfermedades empieza desde que la persona es joven y cada vez hay más obesos, al final de cuentas la factura sale carísima.
El “dejame vivir” no funciona aquí, por la sencilla razón de que todos los demás pagamos un alto precio por la falta de responsabilidad personal. La solidaridad sobre la que descansa nuestra seguridad social, es un acto de doble vía y no un mero subsidio a quienes socializan los costos de sus vicios. Nos podemos enfermar en cualquier momento pero la obesidad es otra cosa, una epidemia que deberíamos tratar como una emergencia nacional, con acciones desde el sistema educativo, en los centros de trabajo, en la regulación de los restaurantes y sodas, campañas publicitarias y hasta en eventuales copagos adicionales a la seguridad social por quienes insistan en estilos de vida no saludables.