El 7 de este mes se cumplieron diez años de que los costarricenses participáramos en el primer referendo de nuestra historia, para decir Sí o No al Tratado de Libre Comercio (TLC) entre Centroamérica, República Dominicana y Estados Unidos. Entramos a las urnas en medio de una enorme crispación y polarización nacional, luego de una campaña sumamente emotiva y a menudo engañosa e irracional. Salimos de ellas, al final de ese histórico día, con una positiva decisión: ratificar el instrumento comercial.
El margen del triunfo del Sí fue relativamente estrecho (51,65 %), pero incuestionable y legítimo. A pesar de esto, algunos sectores extremistas se negaron a reconocerlo, aunque pronto se diluyeron, precisamente por su intransigencia antidemocrática; además, debimos esperar poco más de dos años para que el tratado entrara en vigor, el 1.° de enero del 2009. En esto incidieron dos factores clave: las complejidades de su agenda de implementación, que implicaba importantes cambios legales y ruptura de monopolios, y la renuencia y frecuente bloqueo de sectores legislativos de oposición, principalmente el Partido Acción Ciudadana (PAC).
Hoy, al repasar lo ocurrido desde entonces, debemos sentirnos plenamente satisfechos por contar con un instrumento clave para nuestro desarrollo y por el positivo impacto de las reformas estructurales internas a que condujo.
Gracias al TLC ampliamos y consolidamos, en un acuerdo multilateral legalmente vinculante para todas las partes, la apertura en los flujos de bienes, servicios e inversión entre Costa Rica y Estados Unidos. Esta seguridad jurídica, que no existía con las preferencias unilaterales concedidas por la Iniciativa de la Cuenca del Caribe (ICC), explica, junto a nuestras ventajas comparativas y la calidad de nuestros recursos humanos, el éxito en mantener y atraer una gran cantidad de empresas orientadas hacia el mercado estadounidense, de impulsar un nuevo núcleo de alta tecnología alrededor de la manufactura de dispositivos médicos, de dar ímpetu al sector de servicios, de abrir más oportunidades de exportación a todos nuestros productos y de ampliar la gama de aquellos disponibles para los consumidores nacionales. Difícilmente, habría ocurrido lo anterior sin un TLC; además, sin su carácter recíproco y vinculante habríamos quedado al arbitrio de las políticas unilaterales de Washington, algo particularmente riesgoso de cara a un gobierno como el de Donald Trump.
Otro impacto de gran trascendencia fue la ruptura de los monopolios en telecomunicaciones y seguros, producto de la agenda de implementación. El crecimiento casi exponencial de la telefonía celular, que ha contribuido a mejorar la calidad de vida y productividad de todos, es resultado de la apertura del mercado interno. Además, contrario a lo que decían los agoreros del No, gracias a los ingresos adicionales para el Estado se ha podido ampliar la cobertura de redes hacia zonas y sectores aislados o vulnerables. La apertura de los seguros, por su parte, ha impulsado una ampliación de las coberturas y ha introducido, como en telecomunicaciones, competencia por precios. En ambos casos, los jugadores dominantes –el ICE y el INS– se han visto forzados a mejorar su eficiencia y servicios.
También, contrario a los agoreros de la catástrofe, la Caja Costarricense de Seguro Social no fue privatizada; la educación pública, lejos de ser vulnerada, ha recibido crecientes recursos (aunque sigue con una gran deuda de resultados); nuestras aguas territoriales y patrimoniales no se redujeron; la isla del Coco sigue siendo de los costarricenses; no se han establecido industrias bélicas; no se han perjudicado las condiciones laborales, y los arbitrajes en que hemos participado han sido escasos y, generalmente, favorables al país.
Por todo lo anterior, el saldo del TLC ha sido sumamente positivo. Por supuesto que una política comercial no es, por sí misma, un plan de desarrollo nacional, sino parte de este; menos aún lo es un solo tratado. El crecimiento, la equidad, la generación de empleos y las oportunidades dependen de una multiplicidad de factores. Entre ellos están las condiciones generales de la economía mundial; nuestra capacidad de innovación, emprendimiento y productividad; la solidez de las políticas económicas nacionales; la competencia interna; la calidad y extensión de la educación, y el mejoramiento de la infraestructura. Este TLC ha coadyuvado a avanzar en muchos de estos terrenos y en la generación de empleos de calidad; es decir, ha sido un instrumento clave, aunque no perfecto, para el desarrollo.
A pesar de que aún existen reductos de opositores viscerales, su número es escaso y su influencia, reducida. Más bien, pasados diez años del referendo, el instrumento y las reformas en que incidió se han normalizado en nuestra vida social, política y económica. La polarización que se suscitó a su alrededor ha cedido positivamente, y hasta uno de los dirigentes del No, Luis Guillermo Solís, hoy presidente de la República, se ha convertido, responsablemente, en impulsor de las oportunidades abiertas por su vigencia. El riesgo, ahora, está en el gobierno de Trump. Hasta el momento no ha enfilado sus baterías en contra de este tratado, pero debemos estar alertas ante cualquier eventualidad y no cejar en los esfuerzos por impulsar buenas políticas públicas que aumenten nuestra integración al mundo y mejoren nuestras condiciones de vida.