
La ruta 32 es la columna vertebral del 80% de las exportaciones del país y el paso diario de miles de limonenses que estudian, trabajan o trasladan enfermos a la Gran Área Metropolitana. Por allí circulan unos 17.000 vehículos al día. Cada cierre por un derrumbe o piedra que cae no solo pone vidas en riesgo, sino que también golpea la competitividad nacional.
En lo que va del año ya se contabilizan más de 30 cierres, la misma cifra registrada en el 2024. Cada día de interrupción le cuesta al país cerca de $900.000 en transporte, turismo y exportaciones, según un estudio del Consejo Nacional de Vialidad (Conavi). De hecho, desde el 3 de noviembre, el tránsito permanece suspendido por el riesgo de caída de una roca de 2.500 toneladas en el kilómetro 31. Las pérdidas, entonces, son de al menos $30 millones por año (unos ¢15.000 millones).
Pero desde esas montañas también baja la muerte. Luis Fernando Berríos Ruiz, oficial de tránsito de 42 años, murió en agosto del 2007 cuando una piedra de unos 30 kilos impactó su patrulla. Ricardo Bustamante y su hija Aylin, de apenas un año y tres meses, fallecieron el 15 de octubre del 2010, siete kilómetros después del túnel Zurquí, al caer sobre su vehículo una roca enorme. El trailero Salomón Manuel Bolaños Cordero perdió la vida el 14 de julio del 2018 en el kilómetro 23, sepultado por un deslizamiento.
También hay sobrevivientes que hablan del milagro: las 1.200 personas que en setiembre del 2014 quedaron atrapadas entre derrumbes; los padres del niño de dos años que en mayo del 2019 se salvó cuando una piedra atravesó el techo del auto y cayó junto al pequeño; Elvis García González, cuyo carro fue arrastrado 50 metros tras el impacto de una roca, o el conductor de un tráiler que se salvó, en febrero pasado, cuando una piedra aplastó su cabina. La lista es larga, dolorosa y evitable, porque los problemas están identificados, y las soluciones, también.
Tanto el Laboratorio Nacional de Materiales y Modelos Estructurales (Lanamme) como el Conavi coinciden en la raíz del problema: el agua. La ruta cruza un corredor hiperlluvioso con taludes empinados y suelos frágiles. La escorrentía descontrolada satura los taludes, aumenta la presión del terreno y provoca deslizamientos. La receta, entonces, empieza donde siempre debió comenzar: canalizar el agua con cunetas, bajantes, disipadores de energía y drenajes, y mantenerlos de forma constante, no cuando “se pueda”, sino cuando se debe.
En los puntos críticos se requieren túneles falsos, estructuras tipo “cajón” que permiten que el material caiga sobre la cubierta sin golpear vehículos ni bloquear la vía. Se proponen desde hace dos décadas, pero nunca se concretaron.
Durante años, la versión oficial sostuvo que, por estar la carretera dentro del Parque Nacional Braulio Carrillo, la Ley del Servicio de Parques Nacionales (N.º 6084) impedía realizar intervenciones fuera del derecho de vía. Sin embargo, hace un año, el Conavi determinó que dicho derecho –25 metros a cada lado del eje de la carretera– sí permite ejecutar obras de seguridad y mantenimiento. Sea cual sea la interpretación jurídica, el país necesita una salida urgente a este calvario de 38 años, iniciado desde la apertura de este paso, en marzo de 1987.
Lo fundamental es aclarar el marco legal mediante una reforma puntual o una ley especial que deje explícita la posibilidad de ejecutar trabajos geotécnicos e hidráulicos. Para lograrlo, se requiere una negociación seria entre el Ejecutivo y el Legislativo que ponga la seguridad nacional por encima de la burocracia. Mientras tanto, en materia de manejo de aguas, no hay excusa: los trabajos pueden y deben comenzar de inmediato.
El financiamiento tampoco debería ser pretexto. Se han mencionado entre $35 y $40 millones en créditos para atender puntos de riesgo inminente; es un avance, pero insuficiente porque la intervención debe ser integral, y su costo se estima en $700 millones.
El peaje puede convertirse en parte de la solución. Hoy se cobra un monto irrisorio de ¢250 para automóviles ($0,50) y ¢1.875 para furgones ($3,70) por ida y vuelta. Un ajuste proporcional, en el que los vehículos pesados –principales usuarios y beneficiarios de la ruta– aporten más, podría contribuir al financiamiento.
Se trata de usar las herramientas que el país ya conoce y de no permitir más excusas políticas, porque es injustificable que cada vez que un conductor atraviese la montaña deba rogar a Dios que lo proteja de un deslizamiento o una roca. También es absurdo que cada cierre exponga al país a pérdidas cercanas a $1 millón diarios, mientras las soluciones duermen en los informes. El país, y en particular quienes gobiernan y legislan, no pueden seguir observando el drama por las noticias. La ruta 32 no necesita más diagnósticos ni promesas, sino decisión.
