Tras una campaña marcada por la retórica estridente, irresponsable e intransigente del primer ministro, Benjamín Netanyahu, y unos resultados que reiteran las profundas divisiones del electorado, pero también dan una minúscula ventaja a su principal contendor, Benny Gantz, Israel necesita, más que nunca, un gobierno de unidad. Esto implica, en esencia, gobernar desde el “centro” político, sin depender de los partidos ultraortodoxos o ultranacionalistas, crear una coalición de fuerzas laicas y asumir un profundo compromiso con respetar los pesos y contrapesos institucionales, sumamente debilitados durante los últimos años en que Netanyahu ha sido primer ministro.
Para materializar lo anterior, como tanto necesita Israel, ese posible gobierno debería estar encabezado por Gantz, un exmilitar con impecables credenciales y una visión más balanceada de los desafíos de su país. Netanyahu ha sido un malabarista y oportunista político a lo largo de su carrera; por algo ya superó al fundador Ben Gurión como el primer ministro con más años en el puesto. Pero su ámbito de maniobra se ha reducido drásticamente y su capacidad de lograr una verdadera unidad es prácticamente inexistente.
Con el 98 % de los votos computados, la coalición encabezada por él y su partido Likud, que depende de los votos ultraortodoxos, alcanzaba 55 asientos en el Parlamento; 6 por debajo de la mayoría. Gantz, su partido Azul y Blanco y los minoritarios que lo apoyan, incluidos los árabes alcanzan 57. Avigdor Lieberman, líder del partido nacionalista laico Israel Beitenu, que ganó 7 escaños, ha reiterado que nunca se incorporará a un gobierno en el que estén los ultraortodoxos o los árabes. Esto beneficia a Gantz porque el bloque árabe le ha ofrecido apoyo parlamentario, pero no exige cargos ejecutivos.
A la anterior razón, en favor de Gantz, se unen otras más, muy poderosas. Aunque ahora proclama la unidad, Netanyahu apostó por el exacerbamiento de los extremos y la construcción de temores infundados como estrategia electoral. Sin base alguna, acusó a los ciudadanos árabes de Israel de estar organizando un fraude; prometió que, de ganar, anexaría a Israel el valle del Jordán, parte de Cirsjordania palestina, y se alejó de las tradicionales posturas laicas características de la mayoría de los israelíes, en favor de los extremos religiosos. Además, sobre él pende una acusación, ya anunciada por la Fiscalía, por serios cargos de corrupción. Como forma, primero de evitarla, y luego de garantizar su inmunidad, emprendió una fuerte batalla contra esa institución y contra la Corte Suprema, con serias consecuencias para la institucionalidad democrática. Todo esto hace que se le defina, sin temor a equivocarnos, como el primer ministro más intransigente y autoritario en la historia del Estado de Israel.
Gantz, en cambio, planteó propuestas mucho más sensatas, inclusivas, respetuosas de la enorme diversidad propia de la sociedad israelí y sensibles a los derechos de la población palestina y la necesidad de un acuerdo de paz entre ambas partes. Su apuesta por el centrismo y la unidad es genuina, no un artilugio para controlar el poder, como ocurre con su rival, y sobre él no pesan cargos de corrupción que debiliten su legitimidad. En este contexto, su exigencia de que el Likud prescinda del liderazgo de Netanyahu como requisito para un gobierno de coalición es justificada.
Las negociaciones políticas de los próximos días serán frenéticas. Al presidente, Reuven Rivlin, le corresponde la tarea de conducir el proceso que conduzca a la formación de un gobierno. Muchas variables están en juego alrededor del desenlace, pero, por primera vez en muchos años, Israel tiene una real posibilidad de cambiar la inconveniente ruta seguida últimamente. Los políticos responsables deben aprovecharla.