
Hoy hace 77 años, José Figueres Ferrer daba un mazazo contra un muro del Cuartel Bellavista, el golpe que simbolizó la histórica abolición del ejército. Esa decisión se anunció apenas siete meses después de concluida la guerra civil de 1948, un conflicto de 44 días que dejó entre 2.500 y 3.500 muertos y que evidenció cuán sangrienta puede volverse la polarización cuando se desborda.
Aunque la erradicación del ejército fue una decisión visionaria, ya no parece suficiente. La paz no descansa únicamente en la ausencia de fuerzas armadas; también requiere de igualdad de oportunidades, cohesión social, un Estado de derecho sólido, el ejercicio pleno de los derechos fundamentales y hasta el vivir sin miedo. Y muchas de esas condiciones están sometidas a una presión sin precedentes.
El país afronta la peor ola de homicidios en décadas por la creciente penetración del narcotráfico; los discursos de odio se han convertido en munición de la jerarquía política y las redes sociales; la violencia física y verbal se infiltra como fuego cruzado en hogares, barrios y centros educativos, y la desigualdad social se ensancha por los recortes presupuestarios en áreas esenciales. No vemos tanques ni batallones, pero sí una forma de conflicto que erosiona la convivencia y fractura al país.
Una nación que aspire a seguir viviendo en democracia no puede olvidar su propia historia. La Costa Rica de los años 40 del siglo pasado ya experimentó lo que sucede cuando los extremismos transforman el disenso en un campo de combate. Fue una década marcada por tensiones acumuladas, intolerancia, discriminación, represión y choques políticos continuos. Hubo disturbios, violencia callejera, manipulación electoral, persecución política y exilios forzados.
Eso fue el caldo de cultivo de la confrontación que estalló el 12 de marzo de 1948, cuando se inició la guerra civil luego de que el Congreso invalidara, por una diferencia de 27 contra 19 votos, la declaración del entonces frágil Tribunal Nacional Electoral, que dio por elegido al candidato de oposición, Otilio Ulate, como presidente de la República. De allí surgió la chispa que encendió a un país golpeado por años de odio, desconfianza y fanatismos políticos. El conflicto terminó el 24 de abril, dejando una herida que aún recuerda los riesgos de permitir que la polarización sustituya al diálogo y la institucionalidad.
Luego de la tormenta, vino la promulgación de la Constitución de 1949, que consolidó dos pilares que redefinieron la estabilidad política: la abolición del ejército (art. 12) y la conformación de un Tribunal Supremo de Elecciones (TSE) independiente y confiable. Esa arquitectura permite celebrar, al menos hasta ahora, elecciones periódicas sin sobresaltos y asegurar transiciones de poder ordenadas.
Los beneficios de una vida en paz han hecho posible que el Estado puede dirigir sus recursos al desarrollo social y económico. La abolición del ejército, de hecho, permitió, a lo largo de los años, aumentar el crecimiento de la producción y la inversión estatal en sectores estratégicos.
Un estudio de la Universidad de Costa Rica en 2018 concluyó que, de no haberse tomado la radical decisión del 1.° de diciembre de 1948, el ingreso per cápita del año 2010 habría sido un 40% menor: en vez de $15.800, apenas de $9.342, similar al de países centroamericanos marcados por el militarismo.
El gasto público en salud pasó de menos del 10% a cerca del 30% entre 1950 y 1975; en educación, de un 15% a un 30%, lo cual consolidó un modelo que permite movilidad social y mayor esperanza de vida. La paz, literalmente, genera riqueza.
Ya Costa Rica demostró una vez que es capaz de tomar decisiones valientes para cambiar su historia, y hoy vuelve a necesitarlo. El segundo mazazo es una tarea colectiva. Significa elegir la convivencia sobre el enfrentamiento, la razón sobre el ruido, la institucionalidad sobre la intimidación y la cooperación sobre la desconfianza.
La última encuesta del Centro de Investigación y Estudios Políticos (CIEP) demostró que el piso aún está firme para avanzar, pues un 66% de los ciudadanos respalda la democracia, y las palabras que asocian con ella son “paz”, “libertad”, “poder elegir” y “tener derechos”.
Sin embargo, la paz, la libertad, los derechos y el poder elegir, aunque heredados, no son conquistas irreversibles, sino que se construyen y se resguardan cada día. Setenta y siete años después, el segundo mazazo debe dirigirse contra los nuevos muros que algunos intentan levantar –muros de sospecha, hostilidad y desinformación– y que solo erosionan la confianza pública y distorsionan la vida democrática.
Y estos solo serán derribados si la ciudadanía exige altura en el debate, rechaza la manipulación y obliga a sus dirigentes a transitar por la vía del diálogo, la transparencia y el respeto institucional. Solo así en Costa Rica podrá seguir habiendo una democracia robusta y se preservará el espacio cívico e institucional que hace posible la estabilidad, el desarrollo pacífico y la movilidad social. El desafío es nacional, pero su impulso comienza en cada uno de nosotros.
