En los primeros 500 días de su administración, el presidente Donald Trump parece haber seguido un plan deliberado con dos propósitos esenciales: debilitar el orden internacional basado en normas y alianzas que su país ha liderado desde el fin de la Segunda Guerra Mundial y erosionar sistemáticamente las relaciones con sus más cercanos aliados.
Dentro de este guion de acciones incesantes, la reciente reunión cumbre del G7, en Canadá, destaca como particularmente perturbadora. Las acciones y reacciones de Trump en ese foro, e inmediatamente después de él, han sido tan caprichosas, groseras, desdeñosas, arbitrarias, arrogantes y contrarias a los intereses compartidos por Estados Unidos, Alemania, Canadá, Francia, Italia, Japón y el Reino Unido (los integrantes del grupo), que el daño a sus relaciones difícilmente podrá superarse a mediano plazo. Es un perjuicio, por cierto, que se extiende al resto de los países democráticos.
Desde que puso pie en la Casa Blanca, el 20 de enero del año pasado, Trump decidió abandonar el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP, por sus siglas en inglés), que había sido construido con perseverancia y éxito por el gobierno de Barack Obama como una forma de crear una zona de libre comercio sin China y, por tanto, convertirlo en un instrumento para contener su influencia en la cuenca pacífica.
Poco después, anunció el retiro del Acuerdo de París sobre Cambio Climático, mientras se sumergía en una serie de recriminaciones contra los demás miembros de la Organización del Atlántico Norte (OTAN), la principal alianza defensiva de Estados Unidos, por no aportar lo suficiente a su mantenimiento. En su escalada verbal, llegó incluso a llamarla “obsoleta”. Además, retiró de la mesa toda posibilidad de un acuerdo de libre comercio entre Estados Unidos y la Unión Europea, otra iniciativa en curso.
Con el lema de “Estados Unidos primero”, también la emprendió contra el acuerdo de libre comercio de América del Norte (Nafta, por sus siglas en inglés), que ha generado gran dinamismo económico y sólidas cadenas de valor entre Estados Unidos, Canadá y México. El proceso de su renegociación, agitado y conflictivo, aún no se sabe qué deparará. En su misma línea proteccionista, pero esta vez alegando motivos de “seguridad nacional”, recientemente impuso aranceles a la importación de acero y aluminio desde varios países, pero en particular algunos de sus aliados más cercanos: sus vecinos inmediatos y la Unión Europea. Además, amenaza con decretarlos contra la importación de automóviles y hace amagos de guerra comercial con China.
A lo anterior, hay que añadir su decisión de abandonar el acuerdo nuclear multilateral con Irán (del cual también participan Alemania, Francia, el Reino Unido, China y Rusia) y el traslado de su Embajada en Israel de Tel Aviv a Jerusalén, lo cual eliminó la posibilidad de un acuerdo de paz palestino-israelí mediado por Estados Unidos. Ambas decisiones fueron rechazadas por la UE y otros aliados.
Este proceso de confrontación y ruptura creciente ha tenido como trasfondo la consolidación, en la Casa Blanca y los departamentos de Estado y Comercio, de un conjunto de “halcones” en política exterior y comercial, tan o más imprudentes y extremistas que Trump y, por tanto, sin capacidad ni deseos de atemperar sus peores impulsos (que son la mayoría).
Por todo lo anterior, se sabía que la cumbre del G7 sería particularmente conflictiva. Así resultó: de acuerdo con los reportes emanados de ella, Trump se dedicó a recitar una letanía de reclamos contra sus aliados, y estos a contrarrestarlos con datos y conceptos que el presidente decidió ignorar. Aun así, se logró negociar un comunicado conjunto, sumamente aligerado en la adhesión al comercio libre basado en reglas, que Trump decidió suscribir antes de abandonar la reunión en curso para viajar a Singapur, donde este martes se reunió con el dictador de Corea del Norte, Kim Jong-un. Sin embargo, bastó que el primer ministro canadiense ratificara en una conferencia de prensa que su país impondría aranceles compensatorios a Estados Unidos para que Trump montara en ira.
Mediante una andanada de tuits, no solo retiró su adhesión al comunicado de los siete; peor aún, lanzó una serie de insultos contra su anfitrión, al que, entre otras cosas, calificó de “deshonesto”. A ellos se sumaron, con peores calificativos, dos de sus más altos asesores en materia comercial y económica. Los insultos contra Justin Trudeau contrastaron con su actitud complaciente ante Kim, a quien ha llamado “un hombre honorable”, y con su petición de que Rusia sea reincorporada al G7 (entonces G8), a pesar de su actitud agresiva y el rechazo de los otros integrantes, salvo Italia.
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Es posible que esta secuencia, realmente alarmante, no responda a un plan deliberado. Quizá sea producto de la falta de entendimiento, el oportunismo político-electoral interno y las perturbaciones de su personalidad. Pero esto no constituye ningún consuelo; al contrario, augura más dislocaciones –y quizá peores daños– en el futuro. Tenemos razones, por tanto, para una extrema preocupación. Por desgracia, las posibilidades de enmienda parecen mínimas.