La represión de la dictadura cubana ante un movimiento de protestas pacíficas reveló su debilidad
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Cuando, ante la convocatoria a un recorrido pacífico de ciudadanos para reclamar el ejercicio de libertades públicas, un gobierno recurre a la militarización de ciudades, las amenazas, el asedio, los bloqueos de activistas en sus casas, las campañas de desprestigio, el despliegue de policías vestidos de civiles, las acusaciones de sedición y la captura indiscriminada de quienes osen salir para atender el llamado la conclusión es obvia: estamos frente a un régimen inseguro de sí mismo, temeroso de su propio pueblo, carcomido en sus fundamentos, aferrado a modelos superados, incapaz de atender reclamos básicos y apegado a un único recurso para mantenerse en el poder.
Ese recurso es la represión. De ella echó mano, mediante todas las artimañas anteriores, y otras más, la dictadura cubana para impedir que el 15 de noviembre, como había sido anunciado, un número indeterminado de personas —que podrían haber sido desde cientos hasta decenas de miles— se manifestaran, con ropas y rosas blancas, para exigir el respeto a derechos básicos, en particular, los de expresión, organización y, precisamente, manifestación.
En vista de tal aplanadora de represión preventiva y reactiva, las manifestaciones, salvo casos aislados, no se produjeron. ¿Símbolo de fortaleza de la cúpula que dirige, como presidente nominal y primer secretario del Partido Comunista, Miguel Díaz-Canel? La respuesta es que no. Fue una enorme muestra de debilidad, pero de algo más importante aún: la creciente capacidad de sectores de la sociedad cubana, mayoritariamente jóvenes, de articularse mediante plataformas digitales y, sin cerrar un solo puño y sin lanzar una sola piedra, poner en jaque al régimen. Es algo que no desaparecerá, sino todo lo contrario.
La organización del movimiento fue emprendida por un grupo en Facebook llamado Archipiélago, fundado por el dramaturgo Yunior García, hoy exiliado en España para eludir el asedio oficial y una casi segura prisión. En pocos días, el grupo alcanzó 38.000 miembros, quienes no temieron sumarse a su lista pública ni a las represalias gubernamentales: desde suspensiones laborales hasta “actos de repudio” por turbas oficialistas o cárcel. Más que referirse a la naturaleza geográfica de Cuba, el nombre fue una apuesta por la diversidad, como esencia de una sociedad libre: en sí mismo, un poderoso mensaje. Y la rosa blanca remite a su uso en el siglo XIX por José Martí, poeta y apóstol de la independencia cubana, como símbolo de tolerancia, reconciliación y no violencia ante el Imperio español.
Se trata de elementos que en nada deberían amenazar un gobierno; más bien, debería verlos con simpatía. Sin embargo, crispan a las dictaduras cerradas, anquilosadas, ineptas y desgastadas en un andamiaje discursivo superado, que nada dice, sobre todo, a las nuevas generaciones. Tal es el caso de la cubana. Lejos de aprovechar un movimiento como este para un diálogo social amplio, Díaz-Canel optó por encerrarse en sus atavismos de control y represión. No llamó a la violencia para “defender la revolución”, como lo hizo el 11 de julio, tras multitudinarias protestas alrededor del país; simplemente, la ejerció con antelación.
Tuvo un éxito táctico puntual, pero una derrota estratégica. Perdió aún más legitimidad de cara a su pueblo, dio otro gran salto en el alejamiento creciente de la juventud, acentuó las fracturas en la sociedad, cerró vías de entendimiento y obtuvo generalizado repudio internacional, incluso de antiguos aliados. Todo esto abonó todavía más a la acelerada erosión de sus bases y recursos.
El movimiento fue neutralizado, pero su fermento está vivo, lo mismo que la voluntad de quienes lo articularon. El laberinto de la dictadura se complica crecientemente y, con él, son menos las posibilidades de encontrar salida.
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