La función de control político encomendada a la Asamblea Legislativa es vital para la sociedad democrática, pero nunca está lejos la tentación de convertirla en espectáculo, foro para el lucimiento personal o cancha donde anotar puntos políticos. Aplicada a esos fines, la preciosa herramienta constitucional se desgasta y deslegitima.
A menos de una semana de juramentada la Asamblea Legislativa, en mayo del 2018, el diputado Jonathan Prendas exigía investigar el fallo judicial que reconoció a un nadador el pago de un exorbitante premio económico por su victoria en una competencia de poca importancia. El premiado es hermano de la ministra de Deportes del gobierno anterior, pero su reclamo antecedía al nombramiento de la funcionaria, se fundaba en la ley y fue resuelto por los tribunales.
La iniciativa de investigar no prosperó, como era de esperar, porque el control político no se ejerce sobre las sentencias judiciales. Además, la fracción liberacionista notó que el premio y sus excesos fueron creados en una administración verdiblanca. No obstante, la propuesta presagió futuros intentos de iniciar investigaciones sin objetivos claros ni razones atendibles, con pérdida de credibilidad para el Congreso y debilitamiento de sus funciones de control.
El control político no es un instrumento de oposición. No existe para demostrar la voluntad de los demás partidos de ofrecer resistencia a los programas gubernamentales. Su ejercicio incluye el esclarecimiento de casos de corrupción, pero no se limita a ellos. Se extiende al examen de las políticas públicas y su ejecución.
La Asamblea Legislativa podría perfectamente abocarse a estudiar, como objeto del control político, la conveniencia de “institucionalizar” los Ebáis o de mantener y ampliar la contratación de universidades y cooperativas para prestar los servicios propios del primer nivel de atención de la salud. Podría, también, someter a escrutinio las decisiones del gobierno en el marco de la pandemia.
Hay infinidad de ejemplos, pero pocas veces se aplica el control político al examen detenido de los programas. Cuando en Costa Rica se habla de esa función, su sola mención evoca el establecimiento de comisiones especiales para investigar prácticas corruptas o la asignación de ese tipo de indagaciones a comisiones ya establecidas, como la de control del ingreso y gasto públicos, donde han ido a parar pesquisas muy alejadas del nombre de la comisión. La fidelidad al nombre, dicho sea de paso, haría de ese organismo un ejemplo fiel de las funciones de control fuera del estrecho ámbito de la corrupción.
Investigar la corrupción, cuando no satisfaga su examen en los tribunales de justicia dadas las implicaciones políticas e institucionales del caso, es indiscutiblemente parte vital del control asignado al Congreso. En esa sede deben establecerse responsabilidades políticas cuyo examen rebasa las competencias del Poder Judicial.
La Asamblea Legislativa ha hecho invaluables aportes a la investigación y condena de la corrupción. Las inolvidables comisiones investigadoras del narcotráfico en los años ochenta, precedidas por sobresalientes investigaciones periodísticas, alejaron al país de un abismo en el cual varias naciones latinoamericanas habían caído.
Esos éxitos demuestran la trascendencia del control político bien ejercido y abonan el deber de respetar la herramienta para preservar su eficacia. Cuando los llamados a ejercer control traslucen propósitos de revancha u oportunismo político electoral, el daño a tan vitales funciones de la Asamblea Legislativa es devastador.