La ideología se impuso a la serena valoración de la realidad cuando la administración de Luis Guillermo Solís adoptó la catastrófica decisión de salvar a Bancrédito contra viento y marea. Ahora, la Fiscalía Adjunta de Probidad, Transparencia y Anticorrupción investiga si las inversiones con fondos de la Tesorería Nacional se hicieron con conocimiento de las escasas posibilidades de recuperación del dinero.
La respuesta es fundamental para acreditar la posible comisión de un delito, pero existe una pregunta previa, quizá menos determinante en lo judicial, pero de extraordinaria trascendencia para el sano manejo de las finanzas públicas: ¿Para qué? La respuesta es una condena al prejuicio ideológico y un llamado a observar el criterio técnico.
Cuando Solís y su ministro de Hacienda, Helio Fallas, movían cielo y tierra para allegar recursos para Bancrédito, incluso con peticiones de inversión dirigidas a la banca estatal, empresas públicas e instituciones autónomas, ya era obvio el destino del fallido banco y su falta de utilidad para el Estado y la sociedad.
Cuando al fin se produjo el cierre, con grave daño para las finanzas públicas, habían pasado décadas desde el abandono de la misión histórica de la entidad. En 1918 fue creada para promover el desarrollo agrícola de Cartago, cuando la economía nacional giraba en torno a esa actividad y tenía sentido, dado el desarrollo de las comunicaciones a esa fecha, la circunscripción geográfica asignada a la institución.
En el 2018 y mucho antes, el banco había abandonado el nombre Crédito Agrícola de Cartago y se había convertido, simplemente, en Bancrédito, con sus principales oficinas en San José. La vocación localista de su origen frenó la expansión a otras provincias y le impidió diversificar riesgos.
Cuando Solís y Fallas procuraban salvarlo, la bajísima calidad de su cartera de crédito era bien conocida y había abandonado sus funciones de intermediación financiera y concesión de créditos. El cierre de la actividad comercial se hizo con la intención de acelerar su transformación en banco de fomento y desarrollo, explicó la persistente administración Solís, sin importar la obvia duplicación de funciones del Sistema de Banca para el Desarrollo.
El gobierno de Solís fue el más arriesgado en el esfuerzo de salvamento, pero no el único. Otros lo intentaron, trasladándole monopolios muy rentables, desde el cobro de impuestos y la venta de timbres hasta el manejo de cuantiosos fideicomisos, pero ninguno prestó atención a las malas prácticas en la concesión de créditos y los altísimos gastos administrativos, sin proporción alguna con el desempeño de la entidad.
La administración Solís no se dedicó a buscar negocios salvavidas para Bancrédito. La entidad había fracasado en muchos emprendimientos y otros fueron superados por el desarrollo del país. Luego de verdaderas confrontaciones con otros bancos del Estado, que rehusaban arriesgar su capital poniéndolo en manos de Bancrédito, el gobierno le inyectó capital mediante inversiones extremadamente riesgosas y, a la postre, fallidas.
La Fiscalía ahora se pregunta si, al igual que los demás bancos del Estado, Solís, su ministro de Hacienda y otros miembros de la administración sabían de la alta probabilidad de perder el dinero. No obstante, insistimos, a la luz de la historia de Bancrédito, la interrogante más trascendental para el manejo futuro de la cosa pública es: ¿Para qué?
¿Para qué arriesgar decenas de miles de millones en el salvamento de un banco estructurado para otro siglo, con un largo historial de fracasos y carente de actividad comercial? ¿Para qué transformarlo en banco de desarrollo cuando la figura ya existía? La respuesta más plausible son las taras ideológicas, y en eso hay una gran lección para el futuro.