La posibilidad de una nueva guerra en Gaza, similar o quizá peor que la del 2014, con su horrible saldo de cuando menos 2.000 palestinos y 73 israelíes muertos, parece cada vez mayor. Ya el saldo acumulado por los bombardeos defensivos de Israel contra el estrecho enclave territorial controlado por la organización terrorista Hamás y por la andanada de cohetes que esta ha lanzado hacia diversas ciudades israelíes, especialmente Tel Aviv, es enorme.
Hasta este sábado, se reportaban 139 palestinos abatidos por las metrallas (entre ellos 31 niños). Por el lado de Israel, la cifra era de 10 fallecidos (uno de 6 años).
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Peor aún, el intercambio de bombas, cohetes y fuego de artillería ha estado acompañado, esta vez, de viscerales enfrentamientos entre árabes y judíos extremistas en distintas ciudades y barrios de Israel. La dimensión de esta violencia social, religiosa y étnica puede tener consecuencias tan funestas como los enfrentamientos armados, y convertir la hostilidad siempre latente entre ambos grupos en el rechazo absoluto de «los otros». Esto multiplicaría la tragedia humana y reduciría las posibilidades de una convivencia medianamente pacífica.
A menos que la intensificación de la violencia pueda ser contenida, y pronto, las consecuencias serán devastadoras, no solo en vidas, sino también en destrucción, intolerancia, inestabilidad regional y ganancias para los extremistas en ambos bandos. Sin embargo, aún no se ha producido ninguna señal de contención, sino al contrario.
Ni el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, ni el máximo dirigente de Hamás, Ismail Haniya, se han manifestado en tal sentido; al contrario, solo han hecho uso de la violencia física y retórica. Tras esa actitud no solo palpitan un rechazo visceral y posiciones diametralmente opuestas, sino también sus respectivos, y muy estrechos, intereses políticos. En buena medida, la capacidad de mantenerse en el poder depende, para ambos, de presentarse como los abanderados de la firmeza en sus respectivos campos: en el caso de Netanyahu, porque sus posibilidades de permanecer en el poder se redujeron tras las elecciones de marzo y necesita reflotar su imagen, además teñida de serias acusaciones de corrupción; en el de Haniya, porque su grupo se nutre de la violencia y, además, pretende arrebatar al liderazgo palestino más tradicional, asentado en Cisjordania, el control que ejerce en este territorio, más amplio, pacífico y próspero.
Esta vez los hechos que generaron la violencia se iniciaron en Jerusalén oriental, que los palestinos reclaman como su capital y los israelíes, unilateralmente, la declararon como parte integral de la suya. Lo que primero fue el intento (por ahora frenado) de desalojo de algunas familias palestinas asentadas por décadas en sus casas, para entregarlas a ocupantes judíos, originó una primera serie de enfrentamientos. Estos se acentuaron cuando la policía israelí irrumpió, precisamente en el mes del Ramadán, clave para los musulmanes, en el complejo de sitios sagrados para ambas religiones que incluye la mezquita de Al Aqsa, la tercera más importante para su credo.
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La violencia desatada entonces dio la coartada perfecta, así como el apoyo necesario en Gaza y entre varios palestinos israelíes, para que Hamás iniciara sus ataques y pudiera demostrar una reforzada capacidad militar. Israel respondió de manera igualmente brutal y la violencia adquirió un rumbo hasta ahora incontrolable.
El curso de los hechos puede tomar muchas y muy disímiles direcciones. Quizá una acción diplomática robusta de la comunidad internacional, en particular Estados Unidos y la Unión Europea, ayude a reducir las hostilidades. Quizá los países árabes, muchos de los cuales habían comenzado un proceso de acercamiento formal a Israel, logren ejercer su influencia en ambos bandos. Nada de esto es seguro, pero sí posible, como también lo es el espectro de que la «lógica» de guerra se imponga y todo empeore antes de mejorar.
Pero mientras no exista un Estado palestino y los israelíes —como ha ocurrido con Netanyahu— insistan en su política de asentamientos, captura territorial y marginación de sus propios ciudadanos palestinos, todo arreglo será de corta duración. La violencia se mantendrá como un fermento permanente y recurrente, quizá cada vez peor, y las posibilidades de negociaciones constructivas desaparecerán por completo.