“Los bloqueos tienen que acabar, no vamos a permitir que se siga afectando a las familias y a la producción nacional”, dijo el presidente, Carlos Alvarado, horas antes de enviar a la Fuerza Pública a abrir el paso por las carreteras. Ojalá no se refiriera al caso puntual. Los bloqueos deben acabar para siempre, por ilícitos, por violentos y por el daño causado a terceros inocentes, siempre en mayoría.
No existe el cierre de carreteras pacífico. Por definición, los bloqueos son un acto de violencia perpetrado por grupos indiferentes a la ley contra conciudadanos respetuosos del derecho. Así es como un grupúsculo de transportistas logra someter a su capricho a un número mucho mayor de choferes dedicados a la misma actividad e impacientes por entregar su carga y volver al hogar.
La ley, en estos casos, pesa contra el inocente. Nadie debe tomarla en sus manos. Para hacerla respetar, están las autoridades, pero, cuando no aparecen, la paciencia sufre desgaste. Ya ha habido incidentes violentos entre ciudadanos agraviados y manifestantes. Por fortuna no han sido fatales, pero la suerte se podría acabar.
Si el espíritu cívico y pacífico de los costarricenses sigue evitándolo, de todas formas el resultado es injusto al extremo de la crueldad. Basta con preguntar a los conductores atrapados durante largas horas, muchas veces con niños y ancianos o necesitados de llegar a sus destinos por razones de urgencia.
Los enfermos de Limón no pudieron ser trasladados a hospitales del centro del país y los especialistas médicos no lograban llegar al puerto. Escaseó la gasolina y comenzaron a echarse de menos algunos alimentos. Los esforzados trabajadores del turismo del Caribe sur dejaron de percibir ingresos para alimentar a sus familias y miles de millones en exportaciones se perdieron camino al puerto.
Las principales víctimas de los cierres de carreteras son los pobladores de las zonas aisladas y su número supera en mucho el de los manifestantes. Un puñado de traileros consiguió infligir todo ese sufrimiento porque el gobierno se los permitió. Las autoridades siempre deben tener disposición al diálogo y la fuerza es el último recurso. Eso no autoriza a retardarlo hasta el límite del sufrimiento de la población inocente.
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Negociar con los captores mientras mantienen rehenes es invitar a la comisión de nuevos secuestros. Costa Rica necesita romper esa dinámica y hacerlo es tarea de la sociedad entera. El monopolio del uso de la fuerza pertenece al Estado, pero los ciudadanos debemos entenderla como un medio legítimo para preservar los derechos de todos. El país, tan pronto reclama una acción decidida de la Policía, como condena todo incidente ocurrido en el curso de ella. Por eso los gobiernos esperan hasta el último momento para actuar, cuando ya las pérdidas y el sufrimiento crean un margen de acción suficiente para minimizar el riesgo político.
En la sociedad democrática, respetuosa de los derechos humanos, debemos exigir a la Policía desempeñar sus funciones de forma comedida, estrictamente apegada al ordenamiento jurídico, pero si no reconocemos la legitimidad del uso de la fuerza y sus riesgos inherentes, quedaremos indefensos.
La Fuerza Pública resolvió los cierres de carreteras con un mínimo de violencia. Merece, por eso, una felicitación todavía más efusiva, pero también debe contar con el respaldo ciudadano si en determinadas circunstancias se ve obligada a defenderse y a defendernos. La ley lo permite, no porque legisladores y constituyentes se inclinen por la violencia, sino porque no hay otra forma de preservar la paz y la democracia.