Una reforma constitucional para eliminar la inmunidad de los miembros de los supremos poderes cuando se les acuse de los delitos tipificados en la ley contra la corrupción y el enriquecimiento ilícito y varios delitos contra los deberes de la función pública será leída por tercera y última vez el 1.º de setiembre, y quedará a un paso de convertirse en norma constitucional.
Es difícil argumentar contra la idea en un país hastiado de la corrupción, imaginada y verdadera, pero la disposición constitucional, vigente en muchos otros países democráticos, no existe por capricho y vale la pena reflexionar sobre ella y las consecuencias de modificarla.
El fuero existe para proteger el normal desempeño de los miembros de los supremos poderes. Hay un interés social en la protección de esas funciones vitales y la denuncia penal, mal empleada, puede convertirse en arma de la más baja política y fuente de constante hostigamiento.
Cuando se le observa de cerca, la norma constitucional no establece una inmunidad absoluta, excluyente de toda posibilidad de sentar responsabilidades. La Constitución más bien instituye la prohibición de procesar a los miembros de los supremos poderes, es decir, su improcedibilidad penal. Pero ese fuero tampoco es absoluto. Por una parte, el alto funcionario puede renunciar a la protección. Por otra, la inmunidad no surte efecto en el caso de flagrante delito. Sobre todo, el fuero puede ser levantado siguiendo los procedimientos establecidos.
La ruta para levantar el fuero es complicada. Pasa por el Ministerio Público, la Corte Suprema de Justicia y la Asamblea Legislativa, donde una comisión debe estudiar el caso y rendir informe al plenario. El enjuiciamiento solo puede ser aprobado por dos terceras partes de los diputados, y los promotores de la reforma tienen razón cuando señalan la posibilidad de impedirlo con solo tener una bancada de 20 legisladores.
No obstante, el engorroso procedimiento procura preservar la tranquilidad requerida por el ejercicio del cargo sin establecer un régimen de impunidad para los miembros de los supremos poderes. Además, una vez vencido el plazo y abandonado el cargo, nada impide procesar al exfuncionario.
Según el proyecto, el abuso del fuero de improcedibilidad es, “sin duda alguna, un factor que ha contribuido y podría contribuir con más fuerza en el futuro a la impunidad de graves delitos de corrupción”. La otra cara de la moneda es la parálisis que el abuso de la denuncia podría causar entre los altos mandos del Estado.
El fuero de improcedibilidad podría desembocar en impunidad si contribuye al transcurso del plazo de la prescripción. Para impedirlo no hace falta eliminar el fuero por completo, sino establecer la interrupción de la prescripción cuando el funcionario alegue la protección ofrecida por el texto constitucional.
Lo ideal es hacer justicia sin demora. Si la evidencia es mucha, los mecanismos procedimentales establecidos podrían acortar el tiempo, quizá no tanto como es deseable. Ese es el precio que pagar para evitar la inestabilidad política generada por los excesos de la persecución penal y también de eso hay ejemplos. Lo importante, y en eso coincidimos con los impulsores de la reforma constitucional, es evitar la impunidad. Tarde o temprano, añadiríamos, para argumentar a favor del sistema actual, quizá con algún cambio capaz de impedir la falta de castigo por el mero paso del tiempo.
Tampoco hay razón para que el fuero sirva de “escudo para impedir la investigación de cualquier hecho delictivo cometido” por integrantes de los supremos poderes, como dice el proyecto. No hay razón para hacer las pesquisas a un lado si existe la posibilidad de llevar el asunto a juicio cuando la prueba lo amerite y el funcionario haya cesado en el ejercicio del cargo.