Las elecciones celebradas el domingo en Argentina atestiguaron la solidez democrática del país y cuánto ha calado el proceso de “normalización” institucional emprendido por el presidente, Mauricio Macri, tras las alteraciones populistas de su predecesora, Cristina Fernández de Kirchner. Es una buena noticia. Pero, más allá de ella, se abre un proceso sumamente complejo, vinculado con tres enigmas clave: el rumbo y desempeño de su economía, la orientación política que seguirá el presidente electo, Alberto Fernández, y, relacionado con esto último, el grado de influencia que Cristina, su compañera de fórmula, tendrá en el próximo gobierno.
La victoria de Alberto Fernández, con el 48,1 % de los votos, fue limpia y esperada; además, su coalición peronista, Frente de Todos, obtuvo el mayor respaldo, aunque no mayoritario, en el Senado y la Cámara de Representantes. Macri, quien aspiraba a la reelección, obtuvo el 40,4 %, más de lo que se pronosticaba, pero insuficiente para forzar una segunda vuelta en la cual, quizá, habría tenido posibilidades de salir airoso.
La noche del domingo, conocido el claro desenlace del crispado proceso, la normalidad democrático-institucional se puso en marcha: el presidente invitó a su sucesor a un desayuno en la Casa Rosada, sede de gobierno, para iniciar el proceso de transición, y Fernández aceptó de inmediato. Además, para evitar que la inquietud de los mercados financieros por su triunfo generara una salida masiva de divisas, el Banco Central impuso de inmediato severos controles cambiarios.
Esta última medida, excepcional, revela la enorme crisis económica que atraviesa el país, traducida en una devaluación creciente, pérdida de reservas internacionales, aumento de la pobreza y generalizadas inquietudes por el futuro. Sus causas son muchas, pero se resumen en dos grandes grupos: el desastre creado por Fernández de Kirchner y la impericia de Macri y su equipo para sanear suficientemente la economía, generar estabilidad y crear condiciones para el crecimiento. La agudización de los males económicos, en particular la inflación y la pobreza crecientes, tornaron prácticamente inevitable el cambio.
Qué sucederá después de la toma de posesión de los Fernández —quienes no están emparentados— es la gran pregunta. El presidente electo es considerado un político hábil y pragmático, mucho más moderado que la expresidenta, con la cual ha tenido profundas diferencias a lo largo del tiempo. Si bien Cristina controla una base política, electoral y organizacional fuerte y vocal, su dominio no se extiende al peronismo estructural, mucho más cercano al otro Fernández. Las declaraciones de este último, asimismo, revelan su comprensión sobre la situación tan difícil que vive el país y sugieren que no se inclina por seguir un curso de populismo interno y ruptura externa con los acreedores y organismos financieros internacionales.
Para empezar a aquilatar la real orientación que tendrá su gobierno, sin embargo, hay que esperar a que nombre el equipo que lo acompañará. Pero más decisivas serán las medidas que tome y la forma como maneje lo que, casi inevitablemente, tendrá que confrontar muy pronto: o ceder al populismo de su compañera de fórmula y los grupos extremos que la siguen —como La Cámpora—, a riesgo de precipitar aún más la crisis en el país, o enfrentarlos claramente desde su propia moderación, aunque eso conduzca a una ruptura interna y la generación deliberada de focos de inestabilidad por parte de sus adversarios.
No hay que desdeñar tampoco el papel de la oposición, encabezada por la coalición Juntos por el Cambio, de Macri, ni la resiliencia de las instituciones y la sociedad civil argentinas, mucho mayor ahora que en la época de Fernández de Kirchner. Pero, en este momento, los grandes enigmas generan justificadas inquietudes.