Los derechos de los implicados en el escandaloso caso Cochinilla deben ser respetados, no importa cuanta indignación susciten las imputaciones contra cada uno de ellos. El proceso judicial es para esclarecer los hechos y hacer justicia en el marco de la ley, no para ejecutar una venganza pública. El resultado rara vez satisface a todos y en ocasiones molesta a la mayoría, pero no hay otra forma de proteger a los ciudadanos de la persecución arbitraria, como se da en naciones vecinas.
El precio pagado a menudo parece alto. Un culpable en libertad por prescripción o por un error en la recopilación y custodia de la prueba siempre es difícil de explicar. Frente al hecho concreto, la garantía general y abstracta puede parecer una formalidad ridícula. ¿Si las autoridades encontraron cien kilos de droga en la sala de la casa, qué importa la ausencia de una firma en la orden de allanamiento? Importa mucho, porque el trámite nos da la tranquilidad de sabernos libres de una súbita violación de la intimidad.
La prisión preventiva y los requisitos para imponerla están entre las instituciones peor comprendidas. La excarcelación se confunde con la impunidad y a los jueces obligados a concederla, en conciencia y con apego a la ley, se les cuestiona como si su trabajo fuera aplicar castigos antes de celebrar el juicio.
La prisión preventiva no es una pena anticipada, sino un medio para impedirle al imputado burlar la justicia. Si hay medios menos gravosos para lograrlo, el juez debe recurrir a ellos. Ese es el papel de las fianzas, retiro del pasaporte, prohibición de salida del país y otras medidas precautorias.
El imputado en prisión preventiva, obligado a presentarse cada cierto tiempo al juzgado o con cualquier otra medida, sigue cobijado por la presunción de inocencia, de profunda raigambre democrática y vigente en todo el mundo civilizado. Los jueces deben hacerla respetar. Cuando lo hacen correctamente, frente a la incomprensión generalizada, su papel se torna más admirable y trascendental.
En el lado contrario de la balanza se ubican los demagogos de la política, siempre prestos a deslizarse con la ola de indignación popular. Explotan el prejuicio sin reparar en el desgaste de la institucionalidad. Reiteran legítimas críticas al Poder Judicial para confundirlas con actuaciones encomiables, aunque incomprendidas. Un juez solitario, apegado al derecho, siempre valdrá mucho más que un político empeñado en encabezar un linchamiento.
La prisión preventiva exige la probable participación del imputado en un delito penado con cárcel y una presunción razonable de intención de evadir la justicia, obstaculizar la investigación, continuar la actividad delictiva, peligro para la víctima o los testigos y otros supuestos relacionados con reincidencia y ciertos delitos, por lo general violentos.
La ley también fija parámetros para valorar los peligros descritos. En el caso de la fuga, el juez debe considerar el arraigo en el país y las facilidades para abandonarlo definitivamente o permanecer oculto. También debe tomar en cuenta la pena posible en caso de condena, la magnitud del daño causado y el comportamiento del imputado como indicador de su voluntad de someterse al proceso.
No son decisiones dejadas totalmente al arbitrio del juez, aunque el margen de apreciación es necesariamente amplio. Lo mismo se puede decir para la fijación de fianzas, cuyo propósito es mantener a la persona vinculada con el proceso. Para mayor seguridad, todas las decisiones descritas pueden ser revisadas por un estrato superior de la judicatura. En cada caso existe, también, la posibilidad de evasión, pero eliminarla a costa de garantías democráticas tan básicas causaría un daño mayor.
Solo podemos desear que en el caso Cochinilla no haya impunidad y cada cual responda por sus actos, pero, de camino, no debemos permitir lesión alguna a las garantías establecidas en el ordenamiento jurídico y tampoco poner en entredicho a abogados y jueces sin cuyo concurso esos derechos no existirían.