
Son muchos los tipos, y a menudo se entrelazan: violencia intrafamiliar, violencia social, violencia delictiva, violencia sexual. La padecen diversos grupos, pero múltiples casos, datos y voces expertas nos alertan sobre su ensañamiento con niños, niñas y adolescentes. Algo debemos hacer, pronto y bien, para frenar esta tendencia.
Algunos casos recientes la ilustran. Una pareja acusada por causar trauma craneal, moretones y fractura en el fémur a un bebé de cinco meses. Un profesor detenido en un hotel de paso con una alumna de 16 años. Un joven de 17 asesinado a balazos en Chacarita, y otro de 15 en Matama de Limón, por bandas criminales con las que podrían haber tenido vínculos. Sendos altercados entre adolescentes, uno en Turrialba y otro en Pococí, con graves heridas de arma blanca. La lista puede seguir, pero los hechos conocidos son apenas una punta del temible iceberg que revelan las estadísticas.
En 2024, el Ministerio Público recibió 7.000 denuncias por delitos contra menores de edad, la mayoría atribuidos a familiares o personas cercanas. Incluyeron incumplimientos o abusos de la patria potestad (deberes y derechos de sus progenitores), amenazas, lesiones, agresiones con armas y homicidios calificados, en orden de frecuencia. En lo que va de este año, las tendencias en todas esas categorías sugieren que lo cerraremos con cifras peores.
Las emergencias por menores heridos de bala atendidos en los servicios de Emergencias hospitalarias han crecido 82% entre 2021 y 2024; sus principales víctimas están entre los 15 y 17 años. La curva ascendente se mantiene: entre enero y el 13 de agosto, la Caja Costarricense de Seguro Social (CCSS) había contabilizado 86 casos, la misma cifra que en todo 2022. Aunque algunos de estos hechos ocurren por descuidos, la mayoría se debe a la violencia armada. Según el Organismo de Investigación Judicial, en lo que va del año han muerto, producto de esta, siete niños menores de 12 años y 25 de entre 12 y 17 años.
Las causas de tan grave situación son múltiples y relacionadas, pero los expertos tienen claras las principales. Entre ellas están la crisis del sistema educativo, la pobreza aguda, la marginalidad social y personal, la falta de oportunidades laborales legítimas, el aislamiento y los desajustes psicológicos a que puede conducir un uso extremo de las redes sociales, y el debilitamiento en los servicios de la seguridad social. Al respecto, el pediatra Alberto Morales Bejarano, quien fue fundador y director por 30 años de la Clínica del Adolescente del Hospital Nacional de Niños, alertó de que la cobertura en la CCSS solo llega al 35% de esa población. Añadamos que 21,3% de las personas entre 15 y 25 años ni estudia ni trabaja.
Todo lo anterior es caldo de cultivo tanto para la violencia en el seno de los hogares como en las calles, y ofrece excelentes oportunidades de reclutamiento para las bandas criminales. Cada vez son más los sicarios menores de edad.
Ante la abrumadora evidencia sobre el problema y sus vinculaciones, se imponen, al menos, dos tipos de medidas. Un conjunto es de amplio espectro; digamos, sistémico. Tiene que ver con mejorar la política pública en educación, salud, apoyo económico, oportunidades para toda la población. El otro se refiere a medidas específicas dirigidas a la protección de la niñez y la adolescencia, sea como prevención o intervención. Esto pasa por la modernización y exigencia de resultados al aparato institucional encargado de la tarea, y por una coordinación más robusta y eficaz con las organizaciones de la sociedad civil que compensan los mandatos estatales.
Al plantear lo anterior, no debemos desdeñar lo mucho que hemos avanzado durante los últimos años, sobre todo en el ámbito normativo, pero también en acciones que favorecen a los menores de edad. Costa Rica ratificó la Convención sobre los Derechos del Niño en 1990, apenas un año después de ser aprobada por las Naciones Unidas. En 1996 entró en vigor la Ley de Justicia Penal Juvenil; dos años después, el Código de la Niñez y Adolescencia.
Desde 1990 se realiza la prueba de tamizaje a los recién nacidos, que permite detectar a tiempo múltiples enfermedades. La Ley de Paternidad Responsable, vigente desde 2001, hace virtualmente imposible que los hombres desconozcan a sus hijos; sin embargo, su aplicación está ahora en riesgo, por falta de presupuesto para el laboratorio encargado de realizar las pruebas de ADN. A la vez, se ha logrado casi el 100% en el registro de nacimientos.
Ha sido notable la reducción en los embarazos adolescentes, que coincidió con la puesta en marcha de programas de educación para la sexualidad y la afectividad, pero estos fueron eliminados por la actual administración, sin respaldo técnico alguno. Otros datos relevantes son que estamos entre los países de América Latina con menor tasa de mortalidad y de trabajo infantil.
La acentuación de la violencia y los riesgos para niños, niñas y adolescentes ocurre en medio de varios logros e instrumentos de enorme importancia intrínseca, que a la vez son instrumentos para actuar sobre el problema. Esto da una sólida base para la acción. Sin embargo, en lugar de haber sido reforzados en conjunto, muchos de ellos se han debilitado.
Esta preocupante situación, con múltiples rasgos de crisis, debe y aún puede abordarse. Pero cada día que pasa la tarea será más compleja.