La proyección concluyó, y durante unos segundos... tal vez minutos, nadie se movió de su sitio, nadie dijo una palabra o hizo un ruido: era la noche del estreno en San José de Semilla de maldad (Blackboard Jungle), famosa película de Richard Brooks. Nunca antes ni después, he visto al público enmudecer en el cine, tal como ocurrió esa noche.
¿Qué tenía aquella historia para causar semejante impresión? En ella, un maestro... deberíamos decir, un héroe, se enfrenta a un grupo de colegiales violentos e inescrupulosos, a quienes intenta educar.
Quienes estábamos ahí recibimos el impacto de una revelación y un aviso: descubrimos el comportamiento violento y desordenado de los adolescentes en los barrios socialmente deprimidos de Nueva York, y la advertencia de que la violencia juvenil, fuera y dentro de las escuelas secundarias, podía irrumpir un día, entre nosotros.
Y, en efecto, la violencia llegó al país y se instaló en escuelas y colegios, y se desbordó por las calles y carreteras. Lo hizo lentamente, sin causar el impacto que debió haber causado y que nos golpea ahora, cuando la sangre llegó al río; porque en estos días, vimos en las redes a un alumno insultando vulgarmente al director de su colegio, antes de darle una bofetada, y, para colmo, nos enteramos de que otro alumno de secundaria, con arma blanca en mano, acuchilló a un colega de 16 años. Y no juzgo a nadie, simplemente muestro los hechos tal como han llegado a nuestro conocimiento, porque me conmuevo.
Algo grave... gravísimo, está ocurriendo en algunos centros educativos. Hace pocos días, la ministra de Educación alertó al país sobre la violencia, el acoso sexual, la pedofilia y el narcotráfico que amenazan el sistema educativo. Según explicó, no solo los jóvenes están vendiendo drogas dentro de los colegios, sino que se ve a los docentes consumirlas.
A ese recuento, debemos agregar ahora un crimen sangriento y el irrespeto en su máxima expresión. La Costa Rica sana está siendo atacada, en escuelas y colegios, por la parte enferma de la sociedad. Como lo temíamos, casi instintivamente, los hechos narrados en aquella película de la década de los cincuenta se están convirtiendo aquí en comportamientos cotidianos y su perversidad, en algo relativamente normal.
Trabajo colectivo
Las secuelas de la violencia juvenil tienen repercusiones más allá de los centros educativos y causan estragos en una parte significativa de la población joven del país que ha dejado las aulas. Y esto es del dominio público. Por ello, el comportamiento desordenado y violento, sobre todo de los adolescentes, requiere una respuesta firme y urgente de la sociedad.
El problema, en muchos casos, nos remite a la pobreza, pero no es un asunto exclusivo de la gente de menos recursos. Su enfoque tiene que ser integral. Para enfrentarlo, el país necesita desplegar una ingente labor que involucre el sistema educativo, los hogares, la comunidad inmediata, es decir, al barrio, Iglesias y algunas oenegés. Solo excepcionalmente se puede enfocar desde el punto de vista represivo, propio del sistema policial que no previene ni cura, pues solo impone un orden frágil y momentáneo.
Son muchos los factores que se deben considerar. Quizá, entre ellos, el más olvidado sea el barrio. Buena parte de la vida durante la niñez y la adolescencia se desenvuelve en un vecindario donde la principal fuente de valores proviene de los así llamados “pares”, en decir de los coetáneos. La entrada en la vida social y el comportamiento que la acompaña no es casi nunca un proceso individual, sino colectivo.
La habilidad de los vecindarios para dar eficacia a los valores comunes de los residentes y para mantener controles sociales efectivos determina el grado de la violencia que domina en su barrio o no. Hay que poner atención a este aspecto, trabajar en las comunidades inmediatas y apoyarse en las mejores personas de la vecindad, pues siempre las hay.
Tal como revelan las investigaciones de Sampson, Raudenbush y Earls, en la revista Science (1997), el deseo de los residentes de una comunidad de vivir en ambientes seguros y ordenados, libres de crímenes y especialmente de violencia interpersonal, cuando encuentra la forma de hacerse efectivo, si recibe apoyo, puede ayudar enormemente a enfrentar los problemas de violencia que nos están golpeando.
El control social muestra la capacidad de un grupo para regular a sus miembros, con base en principios deseables, y de realizarlos colectivamente, en oposición a metas forzosas, impuestas desde afuera.
Causas y efectos
El modelo de la escuela ordenada, cuya organización dependía de una estructura jerarquizada, fue sustituido —obviamente, en diferentes grados— por una escuela “comprensiva” en la que la autoridad de maestros y directores ha ido quedando minada poco a poco. Se le ha ido dando la espalda al sentido del deber, al valor del esfuerzo, a cierto rigor en lo que se hace y cómo se hace: se combate los exámenes serios, los sistemas de promoción tienden a debilitarse, se desautoriza al maestro y la disciplina se impone con timidez y temor a enfrentar debidos procesos y apelaciones, por no hablar de la furia de padres de familia poco escrupulosos. La escuela destartalada y sucia, a menudo por irresponsabilidad de quienes la habitan, también es causa y efecto de esta situación.
Sabemos de sobra que la educación influye en los alumnos, pero pocas veces percibimos que los alumnos también influyen en la educación. En otros términos, la población estudiantil arrastra hasta la escuela muchas de sus debilidades, de sus flaquezas morales y de la forma de vida propia de hogares disfuncionales, carentes de una estructura firme.
Y eso, desgraciadamente, contagia al sistema. Los buenos educadores —como el héroe de la película mencionada— dan la lucha por blindar la actividad educativa y librar al alumnado de la influencia del entorno que llega a las aulas desde afuera, pero, por desgracia, sus esfuerzos en numerosos casos son inútiles. Las instituciones educativas fácilmente dejan de ser una isla de paz para convertirse, más bien, en centros de contagio de vicios y violencia.
Creo que la escuela puede y debe hacer mucho. Pero el marco institucional debe ayudarla... un marco que llega hasta la Sala Constitucional, que ha trasladado el garantismo penal al ámbito educativo, debilitando gravemente el sistema. Demasiados debidos procesos, demasiadas normas, como si educar fuera equivalente a litigar.
No entendieron los magistrados que el proceso educativo tiene sus propios requerimientos, indispensables para formar a quienes atiende. Ciertamente, se debe evitar todo atropello injusto, pero profesores y funcionarios deben poder actuar expeditamente en materia disciplinaria, igual como ocurre en los mejores hogares, donde el así llamado debido proceso no tiene cabida... aún.
Autoridad y bondad
Obviamente no propugno la instauración de la represión en la escuela ni el castigo por el castigo. La misión de la escuela es formar estableciendo principios, valores, y para lograrlo debe sustentarse en una autoridad firme, lo que no excluye que pueda ser bondadosa.
Recordemos que en muchas casas no hay modelos de autoridad y que buena parte de los niños y jóvenes pasan horas en las calles sin vigilancia ni orientación. Debemos aspirar a extender las jornadas de actividad escolar; en otros lugares esto ha incidido muy favorablemente en la formación del estudiantado y en su conducta.
Un autoanálisis sincero y profundo de gremios, administradores del sistema educativo, profesores y padres de familia sería la primera piedra en la reconstrucción del edificio tambaleante de nuestra vida social. Hay buena voluntad en muchas personas, ojalá se traduzca pronto en acciones que estimulen la eficacia de las comunidades y reorienten algunos aspectos de la educación.
Los males que vivimos hoy son, en buena medida, consecuencia de los errores del pasado. Ciertamente, no todo se ha hecho mal, pero sin duda hemos ido acumulando también oportunidades perdidas. ¿Se emitirá en el futuro un juicio similar o peor sobre lo que hacemos hoy? Esperemos que no.
El autor es exministro de Educación.