Con el liderazgo del Banco Central y la adhesión del sistema financiero, la movilización electrónica de fondos ha crecido exponencialmente. Sus resultados se llaman conveniencia, eficiencia, rapidez, transparencia, seguridad y trazabilidad; como resultado, impulso a la productividad y el control fiscal. Pero seguimos atados a un sistema arcaico para la circulación de los bienes que, precisamente, podemos intercambiar más fácilmente gracias a Sinpe Móvil, las tarjetas y otros métodos digitales de pago.
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La disociación es paradójica: grandes saltos en lo que técnicamente resulta más difícil y legalmente más delicado (transacciones monetarias), pero parálisis en lo que puede resolverse con plaquitas que den nombres a todas las calles y números a todas las casas (direcciones precisas).
¿Por qué el contraste? Mi hipótesis contempla dos factores: cultura y liderazgo. Una cultura de innovación y competencia, clave en la industria financiera, logró asentarse en el Banco Central y el resto del sistema, impulsada por la visión de funcionarios capaces y proactivos. En cambio, un apego a la tradición arcaica de dar direcciones como contar cuentos ha paralizado el cambio. Peor, poco hemos hecho por propiciarlo: un nuevo sistema de nomenclatura diseñado hace años era tan conceptual que no pudo franquear la corronga barrera de los puntos cardinales, los referentes y metros (al menos enterramos las varas).
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Lo notó recientemente la revista The Economist, que dedicó una nota de «color» al sistema, sin omitir sus consecuencias: pérdidas para la economía e inconveniencia para los usuarios. ¿Qué esperamos para emprender, mediante simples decisiones municipales, la gran modernización en la materia? En términos de costo-beneficio, difícilmente habrá una iniciativa más rentable. Y su dirección es clara.
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