Venga al caso o no, cada vez que puedo repito la conversación que tuve con un expresidente de la República, más tarde fallecido, que tenía una excepcional experiencia política. Decía él que, pese al invariable diseño legal del Ejecutivo, cada presidente imprimía a su gobierno una identidad propia y singular, resultado de su sentido de la organización: una dinámica, y, en suma, una modalidad de gestión distinta.
En la capacidad para articular una conducción cooperativa, coordinada, empeñosa y coherente, radicaba, a su juicio, el éxito o el fracaso. Esto, naturalmente, comenzaba por la selección acertada de los altos cargos, de los ministros, en los que se reconociera que concurrían autoridad técnica, credibilidad, y, en la mayor medida, perspicacia política: el gobierno no es un campo de entrenamiento, decía.
En la época en que los partidos eran aparatos estables, el menú de opciones donde escoger era abundante y predecible, dado el conocimiento cercano y las relaciones de confianza anticipadas que el presidente tenía con los designados.
Por eso, un gobierno no se parece a otro, agregaba el expresidente. En consideración a la coyuntura histórica, él decidió ocuparse de asuntos relativos a la política exterior y a los avatares legislativos. Necesitaba, entonces, de alguien en quien recayera la tarea cotidiana de dirección, coordinación y cooperación, no destinadas a convertir a los jerarcas en obedientes subordinados, sino en colaboradores responsables y políticamente sensibles, capaces de resistir los embates de los medios y la opinión pública y privada. Así se podría realizar un trabajo de equipo, ajustado al carácter marcadamente presidencialista de nuestro sistema político, que; sin embargo, a él no le satisfacía.
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Por eso, en su criterio, el vórtice del gobierno residía en el presidente y en su ministro de la Presidencia, concebido a la manera de un primer ministro, que orquestaban la práctica disciplinada y consistente del gobierno. Ese primer ministro sería un cargo fuerte, que, sin eclipsar al presidente, contribuiría también a mitigar el desgaste de este, causado por la excesiva exposición pública.
Cuando pienso en lo que el expresidente decía, me pregunto si de unos años para acá, algunos de nuestros problemas se explican por la dificultad para formar gobiernos como los que él pretendía, no gobiernos dispersos, a causa entre otras cosas, de la postración de los partidos, provocada por la declinación de sus bases sociales y de sus perfiles identitarios.
carguedasr@dpilegal.com
El autor es exmagistrado.