Murió un juglar que nos enseñó un breve espacio para vivir. Debió haber sido duro ver morir sus sueños antes que él. Pablo Milanés volvió a creer incluso después de haber sido condenado en su juventud a trabajos forzados por el terrible crimen de atreverse a pensar diferente. ¿Qué tan diferente? Nunca supimos. En las Unidades Militares de Apoyo a la Producción se podía caer de muchas formas. Si eras homosexual, si tratabas de salir de la isla, si eras disidente, si alguien en tu barrio o en tu escuela te había puesto el ojo, si, en fin, tus maneras contrariaban lo “políticamente correcto”.
Pablo había visto ahí el terrible significado de la arbitrariedad estalinista, su crueldad, su inhumanidad. Yo no me explico cómo pudo después convertirse en trovador afecto al régimen. Yo podría sentir empatía con los cantantes latinoamericanos que cantaban a la revolución, como utopía lejana, quimérico escape de angustiantes realidades de pueblos oprimidos. Hasta el cristo de Palacagüina se hizo guerrillero. Para aquellos, la Cuba castrista era una entelequia hipotética. Todo defecto de su realidad se atribuía alegremente al “bloqueo imperialista”. No para Pablo, que conocía sus entrañas.
Y llovieron cantores expresando solidaridad con el dolor de la gente, en el largo inalcanzable camino de las venas abiertas de América Latina. Pablo Milanés unió su voz y fue de las más sentidas, porque sus canciones también vocalizaron, como nadie, vivencias existenciales de un amor que nunca se sabe si volverá. Pero él conoció el infierno castrista y, sin embargo, le siguió cantando.
Pero tanto va el cántaro a la fuente que su corazón se rompió. No sé en qué momento vio la luz. Pero la vio. Y tuvo la altura de denunciar la injusticia de su propia patria, sumida en la miseria. Sin miramientos, declaró que la Revolución cubana era un fracaso total; su apertura, fachada; y hasta entonces denunció la tortura que vivió en un año en un gulag. En su lecho de muerte lo acompañó su dignidad.
Pablo Milanés nos seguirá acompañando. A mi generación, le enseñó la inevitable incertidumbre ontológica del amor. No importaba la contradicción de la profunda dulzura de sus versos con el oprobio al que también cantaba. Sin embargo, consecuente, al fin, también la política le dejó sus sueños rotos.
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