Si la memoria no me engaña, a un año de terminar su gobierno, Rodrigo Carazo viajó a Ecuador a las exequias del presidente Jaime Roldós Aguilera, fallecido en un accidente aéreo en mayo de 1981.
Dadas las turbulencias políticas en el país en aquel tiempo, como resultado de la crisis económica, algunos se plantearon seriamente si el viaje de Carazo, en las circunstancias en que acaecía, implicaba un abandono del cargo que podía ser motivo o excusa para producir una suerte de golpe de Estado técnico.
El tema se abandonó atendiendo dos consideraciones. La primera, que el período restante de la administración Carazo era muy corto, de manera que la renovación del gobierno se conseguiría, con un poco de paciencia, por la vía electoral, sin arrojar al país al torbellino de un conflicto de consecuencias imponderables; la segunda, las dificultades operativas para llevar a la práctica una acción de ese calibre, pues no se contaba con un brazo armado que arbitrara el asunto, como en otras latitudes, y ningún sector social ni partido político iba a arriesgarse a pretender siquiera una legitimación para hacer lo que seguramente nadie le reconocería.
Saltaba a la vista la sensatez de dos disposiciones constitucionales: una, que proscribe el ejército como institución permanente y encarga la vigilancia y conservación del orden público a las fuerzas de policía; otra, que fija el período presidencial en cuatro años improrrogables y prohíbe la reelección sucesiva. La suma de ambas nos libró de una aventura que, entre otras cosas, hubiera dejado perpleja a la comunidad internacional, acostumbrada a conceder que la nuestra es realmente una respetable democracia liberal.
Refiriéndose a Estados Unidos, una periodista escribió recientemente que los estadounidenses de hoy dan por sentado que la democracia liberal, una vez lograda, es imposible de revertir; a su juicio, no es así. Posiblemente, a muchos nos ocurre lo mismo cuando pensamos en nuestro sistema de gobierno, y aunque admitimos deficiencias, nos parece que es perfectible, pero irreversible. En la Constitución hay medidas destinadas a evitar que la democracia degenere en tiranía: el eje orgánico del sistema radica en la división de poderes, la independencia de cada uno de ellos y de sus respectivas funciones. ¿Conviene que para aliviar otros problemas aminoremos o desfiguremos este axioma?
El autor es exmagistrado.