Una legisladora no identificada por él se acercó al diputado socialcristiano Leslye Bojorges y le dijo: “Ojalá a usted nunca lo llame un narcotraficante para decirle que tiene que votar por ese magistrado, porque si usted no vota por ese magistrado le van a matar a su hijo”.
Comparto los buenos deseos de la legisladora, pero no su intención de disuadir a Bojorges de apoyar la eliminación del voto secreto en la Asamblea Legislativa, especialmente a la hora de elegir magistrados. Ojalá a ella nunca la llame un narcotraficante para decirle cómo votar un proyecto de ley, porque hay buenas razones para presumir su obediencia mientras no se declare secreta toda la actividad legislativa.
La diputada no debería tener esa condición. Nunca debió aspirar a un cargo del cual se toma posesión después de jurar la defensa de la Constitución y las leyes, así como el cumplimiento de las obligaciones propias de la trascendental función.
La confesión de vulnerabilidad implícita en la afirmación relatada por Bojorges la descalifica por su falta de valor y la precariedad de sus convicciones. También, por su limitado entendimiento de la función pública. Si las decisiones de los jueces, policías y personeros del Ejecutivo dependieran de una llamada semejante, solo quedaría resignarnos a vivir en un “narco-Estado”.
La recepción de una llamada como la descrita en el despacho de un diputado es mucho menos probable que en los demás casos. Las amenazas tampoco son inusitadas para los periodistas, y a la prensa debemos buena parte del conocimiento sobre actividades ilícitas en nuestro país.
También hay ejemplos de diputados dispuestos a ejercer el control político sin miedo a represalias. Ningún grupo de legisladores enfrentó peligros como los encarados por las primeras dos comisiones investigadoras del narcotráfico en la década de los 80. Su labor se desarrolló en el marco de la operación Irán-Contras, los vuelos clandestinos para el intercambio de armas por drogas y el apogeo de los grandes carteles colombianos, cuyas raíces eran visibles en nuestro país.
Las conexiones llevaban hasta las altas esferas de los Poderes Ejecutivo, Judicial y Legislativo, altos mandos políticos y jefes policiales. Cuando le preguntaron por su experiencia en la primera comisión investigadora, uno de aquellos diputados corrigió a su interlocutor: la primera comisión —dijo— fueron los reportajes de La Nación, suscritos por Guillermo Fernández Rojas, blanco de amenazas de las cuales soy testigo.
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Armando González es editor general del Grupo Nación y director de La Nación.