Lo anterior sería razón de sobra para oponerme a la exploración y explotación en el país. Pero hay más.
Comienzo con una frase de nuestra campeona ambiental global, en su entrevista del martes con La Nación: “En el momento que empecemos a meter exploraciones de petróleo, se nos va al carajo el turismo”, y sin recuperación posible. Peor, los beneficios económicos alternos, si los hubiera, serían exiguos: el mundo está indigestado de reservas petroleras, su consumo va en declive y los precios también. Por esto, para atraer a empresas interesadas en el negocio habría que pactar condiciones leoninas.
Se contrapondría, además, a la “marca” ambiental del país y al nuevo modelo de desarrollo en construcción, basado en energías limpias, que promueve inversiones y cooperación, y alienta un crecimiento más duradero.
Añado los funestos efectos secundarios —en dependencia, corrupción y distorsiones económicas— que padecen la mayoría de los países productores. En la lista, que incluye Venezuela, México, Ecuador, Rusia, Argelia, Nigeria y Arabia Saudita, las excepciones son pocas. Y nosotros, en el mejor de los casos, tendríamos que padecer un lobby petrolero poco deseable.
Por estas y otras razones prácticas (no ideológicas), apoyo la prohibición legal. A la vez, lamento que el proyecto actual contenga un “ruido” mayúsculo: otorgar nuevas y peligrosas competencias a Recope y comprometer al Estado en posibles inversiones que corresponden a otros. Mejor separar ambos planes y evitar que lo malo frustre lo bueno. Será más trabajo para los diputados, pero vale la pena.
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