Sin duda el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones. Pero en política hay mucho más; por ejemplo, demagogia. El proyecto para eliminar las pensiones de los expresidentes tiene un poco de ambas. Buenas intenciones, porque quizá sus proponentes de veras creen que reforzará el sentido republicano y equitativo de nuestra democracia. Demagogia, porque suena bien, y recibe aplausos, que todos seamos igualiticos, sobre todo quienes ejercen la presidencia cada cuatro años.
Sin embargo, de convertirse en ley, es muy probable que debilite, lejos de reforzar, las prácticas y valores democráticos, en particular el sentido igualitario básico que debe animar las candidaturas presidenciales.
Muchos suponen que quienes llegan al cargo ya son ricos, se enriquecen en él o se harán ricos tras dejarlo. No ha sido así, y menos debe serlo. Repasemos la lista de sus ocupantes en las últimas décadas y veremos que muy pocos disponían de un sólido patrimonio al asumir el mando, y quizá menos lo utilizaron para enriquecerse durante o después de ejercerlo. Más bien, la presidencia ha implicado una ruptura de carrera profesional, de nexos laborales y atención a actividades empresariales. Y reinsertarse en las dinámicas remunerativas al salir de Zapote, lejos de ser fácil, se complica, sobre todo si no hablamos de profesionales liberales o empresarios.
En tales circunstancias, la pensión, cuyo ingreso neto actual es de ¢2,6 millones, no solo es un reconocimiento justo al ejercicio de la posición institucional más importante del país, sino también un instrumento para aplanar la cancha y que compitan en ella personas honestas y sin grandes recursos.
Quitemos la pensión, y correremos mayor riesgo de que solo entren o los muy ricos, que no la necesitarán; o los muy corruptos, que se harán ricos; o los timoratos, que evitarán confrontar intereses de los que podrían depender tras volver a la llanura. Si a esto añadimos la modesta remuneración presidencial, la falta de residencia oficial y el creciente riesgo de acusaciones penales frívolas que enfrentar sin apoyo estatal, el cerco se cierra aún más. No sé si los impulsores de la ley habrán pensado en esto. Si no, deberían hacerlo, pero si, a sabiendas, insisten, de buenas intenciones pasarán solo a demagogia.
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