Lo que no se sabe tanto es que, además, ya está rindiendo frutos tangibles, que tocan directamente la vida de todos.
Dos informaciones recientes lo atestiguan. Según un estudio elaborado por la Caja, gracias al ahorro que se logrará por el cambio en el cálculo a los pluses salariales de sus funcionarios, los servicios de enfermedad y maternidad tendrán cinco años más de vida antes de volverse insolventes. Y gracias a la agilidad introducida en el uso de los destinos específicos del presupuesto nacional, el gobierno podrá reencauzar este año ¢328.000 millones desde instituciones incapaces de ejecutarlos a sectores con evidentes necesidades insatisfechas, como infraestructura y educación.
Añadamos la “entrada en cintura”, tanto por el cálculo de los pluses como por la aplicación de la “regla fiscal”, a que se han visto obligadas una serie de instituciones (aunque la Corte y las universidades públicas sigan en rebeldía), y comprenderemos mejor el potencial de los efectos reales.
En el apogeo del debate sobre la reforma, un argumento preferido por sus opositores más vitriólicos fue que esta cargaría la mano en recaudación sobre los pobres y que el reordenamiento de gastos dañaría la inversión social. Nada de esto ha ocurrido. Más bien, tanto las cifras “macro” como los ejemplos “micro”, pero sustantivos, sugieren lo contrario.
Aún estamos en el territorio de la precariedad fiscal y la vulnerabilidad del repunte económico. Por esto, nadie debe cantar victoria. Pero la ruta ha mejorado, y espero que pronto sus efectos incidan más sustancialmente en la estabilidad, el crecimiento y la calidad de vida.
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El autor es periodista y analista.