En su columna del 6 de noviembre, Armando González, director de La Nación, advertía que el camino autocrático de Nicaragua se había urdido sutilmente años atrás. Lo cito para lo que nos interesa: «La obsecuente Asamblea Nacional venía preparando el terreno con la aprobación de un marco jurídico represivo, donde destaca la Ley de Regulación de Agentes Extranjeros... En diciembre aprobaron un proyecto con título orwelliano: Ley de defensa de los derechos del pueblo a la independencia, la soberanía y autodeterminación para la paz».
Ciertamente, tal y como González denunció, son proyectos que imponen elevadas penas por acciones inofensivas, e incluso conductas usuales en la vida democrática y económica de una nación.
¿Cuál es la característica principal de esas normas? Esencialmente, la imprecisión del tipo de conductas que se deben castigar y la draconiana sanción. Así, se aprobó la tipificación criminal de «menoscabar la autodeterminación del país», «incitar a la injerencia extranjera» o el simple hecho de ser parte de una fundación que recibe cooperación económica internacional.
Invocando esas nuevas leyes, se encarceló a la mayoría de los líderes de la oposición, por dar declaraciones contra el gobierno o por acciones tan inofensivas como recibir ayuda internacional destinada a fundaciones culturales.
Aprobar leyes era indispensable para consolidar el Estado policial de Ortega, puesto que los Estados policiales, o vigilantes, están caracterizados por la penalización extrema de conductas imprecisas y ambiguas. La vaguedad de la norma es indispensable para que el represor tenga plena libertad de interpretar a su capricho la mejor manera de «vigilar y castigar», como titulaba Foucault.
Me solidarizo con la situación de Nicaragua y he venido advirtiendo de que de un tiempo para acá algunos políticos costarricenses están cayendo en la tentación de hacer del nuestro un Estado policial, de dirigirnos hacia una sociedad cerrada.
Espero que tal tendencia no sea por mala fe, sino por esa manía de la actual clase política, claramente mediocre, que tiene la superstición de que la solución para resolver los desafíos es imponer más controles y regulaciones a la vida y conducta de los ciudadanos, lo cual es un error evidente.
Como ilustración de esa tentación a convertir al país en un Estado vigilante y castigador, hay varias acciones e iniciativas recientes. El proyecto 21706 pretende otorgar a inspectores del Estado, prácticamente por sí solos, poderes totales para cerrar empresas después de inspeccionarlas.
Para ello, bastaría la firma de su jefatura regional y presentar la prueba que ellos mismos recaben, considerada por adelantado «calificada».
Otro peligrosísimo plan es la nueva ofensiva para imponer —por otra vía y utilizando otro portillo— la ley mordaza, a fin de criminalizar opiniones políticas. La estrategia usada es la firma del convenio contra la discriminación y la intolerancia, el cual posee tipos penales indeterminados para criminalizar posiciones políticas que vayan en contra del discurso oficial.
El proyecto se presentó inicialmente bajo el expediente 20174, que cayó en desgracia el 28 de mayo del 2019, cuando fue denunciado por La Nación como una ley de odio que amordazaba el trabajo periodístico.
Si no discernimos las implicaciones escondidas tras los conceptos jurídicos, proyectos de ley de esa naturaleza nos resultarán simplemente llenos de buenas intenciones. Pero la realidad es que encierran graves devaluaciones de la libertad. Son amenazas a la ciudadanía y a los medios periodísticos; planes que se ocultan bajo la inocente apariencia de defender los derechos humanos.
Los diputados pretenden aprobarlo bajo la figura de convenio internacional, que originalmente imponía tres años de cárcel a todo aquel que cometiera «discriminación cultural» o publicara información que «discrimine culturalmente». La pena se agravaría si tal discriminación era hecha por los medios de comunicación. Esa redacción fue cambiada, pero aun así el convenio conserva prohibiciones en el mismo sentido.
Aquí, la pregunta es qué significa discriminar culturalmente. Casi cualquier forma de ejercer la cultura ciudadana conlleva asumir una cosmovisión particular de la existencia. Una filosofía o una ideología son actos propios de cultura. Cuando se asume una convicción, es porque se ha decidido discriminar otras.
Si decidí ser demócrata cristiano, fue porque discriminé otro tipo de opciones políticas o filosóficas contrarias. Si soy democristiano, es porque discriminé ser existencialista o marxista, por ejemplo. Si abracé convicciones judeocristianas, fue porque discriminé una cosmovisión materialista o atea de la existencia. Escoger es discriminar.
Desde esa perspectiva, lo que este tipo de proyectos originan es criminalizar el ejercicio del derecho a aceptar otra convicción cultural.
Tentaciones típicas de un Estado policial, y en las que ha sucumbido nuestra clase política recientemente, es la vigilancia de la vida privada de los ciudadanos, como sucedió con la UPAD y las pruebas FARO.
En su magistral obra Stasiland, dedicada a la etapa histórica del Estado totalitario de la Alemania del Este, Ana Funder afirmaba que en los Estados policiales se privilegia el orden sobre la justicia, y tal perfeccionamiento del orden y la eficacia administrativa significa la imposición de innumerables normas y procedimientos intrincados que deben ser cumplidos a pie juntillas.
La gente resulta absorta a la completa y obediente ejecución del sistema, y, así, empantanada en la gestión del día a día, pierde la noción de lo absurdo que obedece.
En su obra sobre la banalidad del mal, también, Hannah Arendt alertaba sobre los peligros de la obediencia a las normas cuando no se determina antes si estas son convenientes.