Por fin, cae en mis manos la traducción al español de una novela de Dezsö Kosztolányi (1885-1936). Me llaman la atención dos trivialidades del libro: su precio y que se haya publicado “gracias” a la Fundación Húngara del Libro.
En la lógica del mercado, el precio de un libro se relaciona con la sostenibilidad financiera del librero, quien a su vez responde al interés del editor, el cual responde, cuando es del caso, al interés del autor o sus herederos, y añádase la carga impositiva que recae sobre el libro extranjero (los manuales aduaneros derriban el mito del libro exento de impuestos). Es, así, curioso que un libro importado de España sea, en San José, más barato que la mayoría de los de edición nacional de fuste similar. El problema del libro nacional caro no se resuelve con la corronga “solución” de perder adrede algunos ejemplares en lugares públicos: hasta un lector de bolsillo débil prefiere escoger a su gusto.
Se dice que el español es la segunda lengua materna en el mundo. Por ello, para los buenos autores que escriben en este idioma la cuestión de la traducción es poco importante. (Los menos buenos siguen pareciendo inéditos aun cuando hayan sido publicados). Otro es el caso de los autores de “lenguas menores”, para quienes son vitales las entidades, públicas o privadas, que financian las traducciones de sus obras a las “lenguas mayores”. Tomemos nota de que, mientras el largo tiempo dedicado por el escritor a la creación de su obra es un aporte prácticamente gratuito al proceso de “producción” del libro, la traducción tiene que ser encargada a profesionales cuyo tiempo no se puede explotar a título gratuito aunque, al final, la edición resulte ser un fracaso comercial. Los traductores que, por amor al arte, vinculan su remuneración a la magnitud de las “probables” ventas, por lo general terminan estafados en cajita blanca.
No debe, pues, extrañarnos que las publicaciones que presentaron ante públicos extranjeros a muchos autores europeos de elevada calidad literaria solo fueran posibles gracias al mecenazgo de entidades —algunas estatales— que asumieron los costos de las traducciones. Así ocurrió en los casos del húngaro Kertész (Nobel 2002), del rumano Cartarescu, de los suecos Niemi y Tranströmer (Nobel 2011) y de la polaca Tokarczuc (Nobel 2018).
El autor es químico.