Mi caminata matinal. Acera estrecha. Me veo rodeado, de pronto, por una multitud ordenada, pero bulliciosa, que desciende de un autobús de excursiones. Son, calculo, medio centenar de niños de primaria con uniformes de escuela pública. Los acompañan un par de maestras, un grupo de adultos, al parecer padres de familia, algunos de ellos con atuendos aborígenes tradicionales, y, finalmente, un corpulento maestro de bonachona apariencia, muy preocupado por lograr que el desfile —al cual no me queda más remedio que unirme— marche en la dirección correcta. Ahora tenemos que cruzar una calle: el conductor del autobús y un vecino de buena voluntad, plantados en medio de la vía, detienen la circulación para permitir que pasemos en fila india hasta la acera de enfrente, y es entonces cuando alcanzo a ver, en la camisa blanca del maestro, el nombre de una escuela ¡de la isla de Chira!
Son las 9 y media de la mañana de un martes. Continuamos hasta el interior del edificio de la antigua aduana, donde ya están abiertos los exhibidores de la Feria Internacional del Libro. Los entusiastas excursionistas desaparecen de mi vista y en el silencio que sigue me aturde una pregunta: “¿A qué hora habrán salido ellos desde su isla?”. Me los figuro levantándose de madrugada y —mientras yo duermo todavía a pierna suelta en San José— preparándose para el viaje, desayunando de prisa y luego abordando botes o lanchas para llegar a la orilla donde los espera el autobús que habría de traerlos directamente hasta la entrada de la feria.
La trivialidad narrada hasta aquí no da testimonio de nada, pero ocurre que el viejo gruñón que personifico en estos tiempos se sintió conmovido mientras participaba en aquella breve procesión de jóvenes compatriotas que habían recorrido por mar y tierra más de cien kilómetros para visitar ¡una exposición de libros! Mi mayor deseo habría sido compartir las impresiones de aquellos —muchos sin duda— que venían por primera vez a la capital e, inevitablemente, me fue invadiendo una gran nostalgia por la maravillosa biblioteca pública a la que, embutido en un uniforme igual al de ellos, iba muy a menudo a nutrir mi curiosidad infantil en la antigua Alajuela. ¿Cómo no reconciliarse con el mundo al verlos, más tarde, encantados con los relatos de una competente animadora?
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El autor es químico.