Una tarde, hurgando entre el caos de una pequeña tienda de libros de segunda mano, descubrí un volumen de mi autoría. Abrí la primera página y advertí que la dedicatoria estaba escrita de mi propia mano, pero la persona a quien estaba dirigida tuvo la precaución de poner tinta blanca sobre su nombre.
En mi dedicatoria me refiero a una bailarina, cosa que me extraña un poco: apenas conozco a alguna de ellas. Por supuesto, me apresuré a comprar el libro y a reabsorberlo, como una madre que, en gesto monstruoso de reapropiación, devolviera a su útero al niño recién nacido, que nadie, si no ella, parece valorar.
No es la primera vez que vivo esta experiencia. En Houston encontré de manera igualmente adventicia uno de mis discos, en una tienda de música y libros usados. También lo compré, como quien rescata a un ser querido de un mundo hostil y cruento.
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Así, que ya he sido sobradamente iniciado en la vivencia del rechazo. Es cosa que todos deberíamos aprender a digerir desde temprano en nuestras vidas. Todas las formas del rechazo: el amoroso (por excelencia), el profesional, el amistoso, el sexual, el pedagógico, el del consejo desoído, el de la sonrisa o el saludo no correspondido, el del ofrecimiento de ayuda rebotado, el del artista que ve su obra —producto en el que cuajó lo mejor de sí y es una extensión de su ser— recibida con indiferencia o repulsión.
Todos quisiéramos ser universalmente amados. Es una fantasía que nos viene desde la temprana infancia y que algunas personalidades emocionalmente rezagadas nunca logran superar (con lo cual sus vidas se convierten en un infierno). Pero en general uno es inoculado contra el rechazo en la alborada del vivir.
No por ello dejará de doler, cuando debamos enfrentarlo más adelante, pero no será cosa que nos mate o suma en la postración.
Agradecí la cautela de la bailarina, que cubrió su nombre de blanco. Fue una manera de protegerse a sí misma (¡Costa Rica es tan pequeña!) y de protegerme a mí. Previó exactamente lo que sucedió: mi propio libro, oloroso a rechazo, a repulsa, a indiferencia, a mercachifleo, volvió a mí en forma prístina.
Como buena madre, lo limpié de toda la bazofia que lo cubría, y ahora lo tengo en mis manos. Otro tanto hice con mi disco, hace muchos años.
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Preferencias y desdenes. Podría, supongo, abocarme a la morbosa tarea consistente en raspar la película de tinta blanca que cubre el nombre de la bailarina infructuosamente homenajeada por mi dedicatoria y descubrir «el nombre de la rosa», pero ¿qué ganaría yo con eso?
Decía José Ortega y Gasset que el ser humano es «un sistema innato de preferencias y desdenes». Nos definen aquellas cosas que amamos como aquellas que rechazamos. Brillante como siempre, don Pepe. A lo sumo cuestionaría yo que ese sistema de preferencias y desdenes sea innato, pues más me inclino a pensar que es de índole social y culturalmente determinado.
Salvo los narcisistas patológicos, limosneros de aplausos, pordioseros eternos de aclamación y vítores, todos comprendemos que algunas veces aquello que hacemos —acaso la totalidad de nuestra persona— figurará en la lista de desdenes de otros, y bien puede ser que estos constituyan una abrumadora mayoría o, peor aún, unánime, absoluto sentir.
- Nos definen aquellas cosas que amamos como aquellas que rechazamos.
El rechazo universal: el fantasma de todo artista. Pero puede suceder. Es un aceite de ricino que en su momento han debido degustar incluso algunos de los más grandes creadores de que se guarda memoria.
La consagración de la primavera de Stravinski fue recibida con ira, insultos, alaridos, pataleos, gruñidos y objetos tirados al escenario cuando fue estrenada, el 29 de mayo de 1913, en el Teatro de los Campos Elíseos, de París. Un verdadero pandemonio.
Hay dos calamidades que pueden recaer sobre un artista. La primera es gustarle a todo el mundo. En ese caso no es ya un creador; es un batido de fresa con crema chantilly. Sería tremendamente preocupante halagar todas las sensibilidades del universo: signo gravísimo de la inanidad del producto.
La segunda es no gustarle a nadie. Ante tal predicamento, la obra del artista se queda yerma, afásica, desprovista de esa caja de resonancia que son los demás, los receptores del mensaje cifrado elaborado por el artista.
Su libro, partitura, lienzo, película, coreografía, poema o escultura será un caso de muerte fetal anteparto. Nacido para nadie. Nacido para el silencio. Nacido para engrosar de inmediato las gélidas e inimaginables arcas de la nada. Entre uno y otro extremo, todo es aceptable.
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Nos gusta gustar. Stendhal, y era una dedicatoria que consignaba en sus libros, pretendía escribir «para los siete afortunados». No aspiraba a más que eso. Pero insistía en la buena estrella de los pocos lectores que serían capaces de entrar al templo de su literatura y salir de él transfigurados.
Milton Babbitt —una serie de cuyos conciertos y conferencias tuve el infortunio de presenciar en la Arizona State University, en 1990— pretendía que, dado el grado de complejidad de la música contemporánea, el compositor debía renunciar a gustarle a la audiencia. Antes bien, tenía que volverle la espalda y dedicarse a crear para él solo.
El onanismo artístico, el triste, solitario gozo de la masturbación estética. Y, en efecto, Babbitt le dio la espalda al público con su cerebral, impenetrable, hiperintelectualizada música, pero ¿adivinen qué pasó? Pues lo inevitable: los oyentes le volvieron, a su vez, la espalda, y su música solo se escucha en una que otra academia o festival especializado en arte contemporáneo.
No puede haber sido un hombre feliz. Admitámoslo: de Beethoven al solitario acordeonista que toca en las paradas del metro para recoger algunas monedas, todos aspiramos a gustar. Nos gusta gustar. Es un rasgo humano, si alguna vez lo hubo. Parte de nuestra estructura antropológica.
- Hay dos calamidades que pueden recaer sobre un artista: la primera es gustarle a todo el mundo y la segunda es no gustarle a nadie.
Valoración. Tan pronto rescaté mi librito de la promiscua muchedumbre de volúmenes donde estaba ahogado, supe que tendría que escribir sobre la experiencia del rechazo, sobre la necesidad de desarrollar lo más temprano posible las enzimas morales necesarias para lidiar con él, en todo ámbito vital en que hayamos de padecerlo. Una bailarina, una bailarina… me corroe la curiosidad: ¡Apenas conozco a una o dos!
Y el disco de Houston, ¡devuelto sin siquiera haber sido abierto! No será la última vez que esto me suceda, y de ello tengo la absoluta certeza.
Cuando toco un concierto y dejo que los aplausos y los vítores —bendita y cálida garúa de estío— empapen mi cuerpo y mi alma, siempre me digo a mí mismo: «Recuerda que en este oscuro teatro, entre esta muchedumbre eufórica y agradecida, habrá siempre, oculta en algún rincón del recinto, una persona por lo menos que detestó absolutamente tu espectáculo». Y este sentir, esta sospecha es rigurosamente exacta, un hecho con el que podemos contar.
Mi libro y mi disco volvieron a mí. No pienso regalarlos ni venderlos nuevamente. Siento que querían regresar a mis manos. En cuanto a la dedicatoria a la bailarina, ahora por siempre anónima, pues la dejaré ahí, como un valiosísimo memento detrectatio, recordatorio de que la obra de arte, ese milagro en el que un creador materializa, convierte en objeto palpable lo más sagrado de su subjetividad, solo valdrá para quien sepa, pueda o quiera valorarlo.
Mi música y mi literatura no son para «todo el mundo». Ni siquiera sé quién o qué es «todo el mundo», y me horroriza el prospecto de tener que complacer a este monstruo innominado y multicéfalo. Vuelvo ahora a mi piano y mis escritos: ellos son mi patria.
El autor es pianista y escritor.