Hace poco tiempo, en este espacio, publiqué un artículo sobre la economía circular, que favorece el reciclaje y el uso moderado de las cosas con el fin de reducir una serie de externalidades negativas que, con frecuencia creciente, se dan en la mayoría de las economías del mundo.
En el tintero —uno de cristal que tengo al lado de mi computadora y cuya función es ahora meramente decorativa—, se me quedaron un par de temas que vale tener presentes. De alguna manera, cuando pienso en ellos, viene a mi mente el recuerdo de una señora que vivió en mi pueblo hace más de 50 años, cuya conducta hoy muchas organizaciones de gran trascendencia sugieren imitar. Veamos.
Era conocida simplemente como Tuza, sin doña y sin apellidos. De día por medio, a eso de las 9 de la mañana, llegaba a una de las carnicerías del pueblo diciendo malas palabras y haciendo preguntas impertinentes a algunas señoras que hacían fila para comprar.
“¿Verdá que usté se jue a bailar con un doctor antenoche?”. Tal vez se trataba de una buena estrategia para ser “atendida” con prioridad, pues, para evitar un tumulto, el carnicero corría a entregarle el regalo: un paquetito envuelto en hoja de plátano soasada, con huesos y algo de carne adherida que a ella le servían para hacer un caldo.
Antes de eso, Tuza había estado en la verdulería, donde le regalaban papas y plátanos prontos a podrirse, así como tomates suaves de maduros, zanahorias pequeñas o de formas raras, repollos y lechugas mayadas, con cuatro o más días de estar en el estante.
Le encantaba cuando le daban cebollas nacidas o culantro coyote con un poco de raíz porque, de inmediato, los sembraba en el patio y en pocas semanas tenía buena producción doméstica.
En la verdulería en cuestión, el precio de la libra de tomates o de papas era más bajo si eran comprados al azar. Los escogidos por el cliente costaban como un 15 % más.
Alimentos desaprovechados. Actualmente, eso no ocurre en los países desarrollados ni en los supermercados de nuestro país, pues los productos son igualitos, y eso, en mucho, se logra escogiéndolos en la etapa de producción y desechando los de irregular apariencia. El pobre rábano que salió un poco torcido no logró venderse. Tampoco las zanahorias que nacieron pegadas, como bailando tango, ni el plátano pasado un poco de maduro, cuando, como es fácil comprobarlo, es el mejor para asar o freír.
Resulta que, según fuentes autorizadas, en el mundo moderno hay una extraña mezcla de gente obesa, gente con hambre y un enorme desperdicio de comida.
Según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), en el planeta se desperdicia alrededor de un tercio de la comida producida.
La pérdida anual de carne asciende a un 20 % de la producción, lo cual equivale a “75 millones de vacas”; en legumbres y oleaginosas el desecho iguala a “las aceitunas necesarias para producir el aceite que llenaría 11.000 piscinas olímpicas”; en cereales es un 30 %; en pescado, un 35 %; y en raíces, tubérculos, frutas y hortalizas, un 45 % (FAO, 2016, Save Food: Global Initiative on Food Loss and Waste Reduction).
Las pérdidas de comida, que representan sacrificios innecesarios de energía y de los recursos naturales y humanos utilizados para producirlos, se dan en proporciones similares en los países ricos y en los pobres, y ocurren en todos los eslabones de la cadena alimentaria, desde la producción y el transporte hasta el almacenamiento y el consumo.
En los países ricos, las pérdidas se dan porque los alimentos caducan en los comercios o en los propios hogares, mientras que en los países pobres ocurren en las primeras etapas de la cadena. Por tanto, la solución al problema ha de ser diferente para uno y otro caso.
Cambio de hábitos. Por lo anterior, en la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible una de las metas consiste en reducir a la mitad el desperdicio per cápita de alimentos. ¿Qué hacer? Lo que hacía Tuza: sacarle el jugo a todo lo que se pueda y, si de una papa la mitad está ligeramente podrida y la otra buena, utilizar la primera como abono y la segunda, en una buena sopa.
Tuza vivía en una casa de adobe, piso de tierra, que todavía está en pie; andaba descalza y tenía dos vestidos, a lo sumo tres (el tercero para domingos y fiestas de guardar), que le duraron como 15 años.
En el mundo, se producen más de 100.000 millones de prendas al año, usadas durante poquísimo tiempo. Tiendas como Zara, H&M, Mango, Esprit y Forever 21, entre otras, se esmeran por vender ropa bonita y barata cuyos diseños cambian a cada rato.
El fast fashion, estilos veleidosos que cambian cada semestre, atrae a muchos consumidores, en particular a jóvenes. El resultado es que, a partir del 2000, las compras de ropa han crecido muy por encima de la expansión de las economías y la prenda promedio se utiliza menos veces que antes, lo que ha derivado en un gran desperdicio.
Solo en España, el 90 % de las vestimentas desechadas van al basurero, algo así como 800.000 toneladas de materiales textiles al año ("Fast Fashion Is Creating an Environmental Crisis”, Newsweek, 9/1/16).
De nuevo, muchos recursos son sacrificados en la producción y distribución de indumentaria que dura en el armario si acaso un año. Y a esto se une el hecho de que el poliéster, difícilmente reciclable, es el material favorito hoy y supera en uso a la lana y al algodón.
Conciencia ambiental. Algunos analistas estiman necesario dejar a un lado la esencia del fast fashion, pues si cada persona alargara uno o dos años la vida útil de sus prendas, las emisiones contaminantes emitidas durante la producción y el transporte de ropa se reducirían un 24 %.
También, sería ventajoso incentivar el mercado de alquiler de ropa usada. ¿Qué hacer? Seguir el ejemplo de Tuza y sacarle el jugo a los chuicas.
Yo propongo que en los principales edificios que ocupen las Naciones Unidas se exhiban estatuas de Tuza (pueden utilizar como modelo a la señora que aparece en el centro del monumento Los presentes, bella obra de Fernando Calvo, ubicada en los jardines del BCCR), con un pequeño texto en cada uno de los idiomas oficiales de la ONU, que recuerde lo que ella hacía y cómo ese proceder, respetuoso de la naturaleza, es el que, de alguna forma, los habitantes del planeta, asintóticamente, debemos imitar.
El autor es economista.