Hasta muy recientemente, en un pequeño local en el centro de San José, un señor tuvo el negocio de compraventa de billetes y, sobre todo, de monedas viejas de Costa Rica. Tenía varias cajas de diversas denominaciones y fechas de emisión, la gran mayoría posteriores a 1970. Pero escondidas entre la multitud, y disponibles solo para quienes tuvieran paciencia para identificarlas y aprecio por ellas, había unas cuantas viejitas, interesantes porque su contenido metálico es más valioso que el de las más nuevas y porque habían sido emitidas por diferentes entidades: unas, a partir de 1951, por el Banco Central de Costa Rica (BCCR) y antes de eso el emisor fue el Banco Nacional de Costa Rica (BNCR) y, más atrás, el Banco Internacional de Costa Rica (BICR).
En las monedas de fecha anterior a 1964, el escudo de armas tenía cinco estrellas de igual magnitud formando un arco y representaba las cinco provincias (entonces, Puntarenas todavía era una comarca y Limón formaba parte de Cartago). En todas, como en las monedas actuales, la imagen apuntaba hacia arriba en el anverso y en el reverso, hacia abajo. Pero, por alguna razón, no sé si por diseño o por error del BCCR (que es lo que espero, pues eso la haría más valiosa), en una moneda de cincuenta céntimos de 1965, las dos apuntan en el mismo sentido.
Había monedas de cinco, diez, veinticinco y cincuenta céntimos, así como de uno y dos colones. A las de veinticinco céntimos se les llamaba indiferentemente dos reales o una peseta. También, cora, quizá por su similitud con el quarter de dólar. A la de cincuenta céntimos, cuatro reales o, simplemente, un cuatro.
En el pasado. En las décadas de 1950 y 1960, cuando aquí ni siquiera se hablaba de inflación ni de déficit fiscal porque no había, las monedas que menciono circulaban orgullosas con su poder de compra prácticamente inalterado. Veinte céntimos costaba el pasaje del bus de Moravia a San José; setenta y cinco, un corte de pelo tipo Elvis Presley; una peseta, la entrada a la matiné en el pueblo; diez céntimos, un fresco de sirope y diez más, si se acompañaba de una cuña o de un cacho. La libra de arroz valía seis reales (setenta y cinco céntimos) en 1960 y la gente mayor decía que la tamuga de dulce costaba doce reales.
Los padres daban a sus hijos jóvenes alguna platilla para los domingos. A mí y a la mayoría de mis amigos nos daban entre 25 y 50 céntimos por semana, aunque otros afortunados recibían hasta un colón. ¡Qué no compraban con eso!
En la escuela de mi pueblo, la maestra recogía contribuciones para el patronato todos los lunes y creo que el promedio de contribución andaba por una peseta. Un par de hermanos pobres daban diez céntimos entre los dos, lo cual era mucho, pues más bien su familia requería ayuda. “¡Pasen, señores y señoras!”, anunciaba a viva voz un señor en las fiestas de plaza González Víquez. “¡Vean la gallina de cuatro patas!”. Había que subir unas estrechas escalinatas que luego casi se juntaban con el cielo raso y, para ver la mentada gallina, al final de un estrecho pasillo, había que hacerlo “de cuatro patas”. La entrada al espectáculo costaba un cuatro.
Entonces, no existían las tarjetas de crédito. La gente —asumo— gastaba la plata que tuviera en el bolsillo y nada más. Era muy corriente que cuando algún amigo sugería asistir a una actividad por la que había que pagar, no pocos dijeran: “hoy ando chonete”, “estoy más limpio que el paño de las cajetas”, “ando piolim”. Y los cash flow nunca mostraron saldos negativos. Entre los mayores, nadie prestaba dinero a otro para pagar unos tragos de más en la cantina, pues se corría el riesgo de que el deudor se olvidara de cancelar. Pero, en general, entre los amigos operaban pequeños subsidios temporales y compensatorios, pues cuando alguien no tenía suficiente dinero, otros se apechugaban para que no se le excluyera de la actividad o del vacilón.
Mal moderno. Con el paso del tiempo, surgieron las tarjetas de crédito y muchos fueron seducidos por la facilidad (aunque cara) que ofrecía para financiar gastos típicos, como viajes, pantallas planas y autos full extras. El endeudamiento de muchos rápidamente se convirtió, aquí y en otros países, en una bola de nieve.
Por ejemplo, en Sri Lanka, según informó The Economist en 2019, el microcrédito ha llevado a los deudores —en su mayoría, mujeres— a la desesperación porque toman préstamos para consumo o para financiar pequeños negocios sin prestar atención a las tasas efectivas de interés, las cuales llegan al 220 % anual en algunos casos. Las deudas han crecido como la espuma, lo cual ha obligado a muchos deudores a vender los pocos activos que tienen o a buscar nuevos préstamos, lo que genera que el endeudamiento supere las posibilidades reales de pago. El crédito tomado a la ligera ocasionó, según informaron funcionarios del Banco Central, a que al menos 170 personas se suicidaran el año pasado en ese país por deudas.
Actualmente, en Costa Rica también hay signos de sobreendeudamiento. Dice una noticia que solo en el Gobierno Central hay entre 30.000 y 35.000 empleados que por deducciones de deudas reciben pagos netos inferiores al salario mínimo. Ante eso, el gobierno se ha propuesto emitir un decreto para limitar esas deducciones, lo cual redundará en una baja en el crédito que las entidades del sistema financiero formal concederán a los empleados públicos (porque la deducción fue considerada como una garantía) y no es improbable que muchos caigan en manos de agiotistas, con lo cual sus penurias financieras más bien aumentarán.
Tiempo ido. Volver a una economía de pago en efectivo (cash), como fue la de antes, es difícil. El sistema financiero perdería mucha de la agilidad que hoy tiene. Además, el uso de efectivo en grandes cantidades caracteriza a los narcotraficantes y a otros lavadores de activos. Pero sí procede —por medio de educación financiera— recuperar la disciplina que tuvo la economía de cash, de obligar a la gente a limitar su gasto según sus posibilidades económicas.
Vuelvo a la Costa Rica cuando no había ni televisión pública ni tarjetas de crédito. Por las noches, la muchachada se juntaba en algún sitio céntrico, alumbrado por un farol público, a hablar de todo tipo de asuntos. Uno trataba de estar siempre con el grupo para disfrutar la ocasión, enterarse de las últimas noticias y chismes o, cuando menos, para que no hablaran mal de uno. A eso de las 8 p. m., algunos (los de familias más acomodadas) solían ir al cine del pueblo. Los demás optaban por irse a la casa, a dormir, a repasar un poco la materia de la escuela o colegio o, en mi caso, a escuchar el programa Rendez-vous musical, de Radio Titania, que, casi sin anuncios y durante una hora, difundía “la música que llegó para quedarse”, con canciones de Edith Piaf (¿recuerdan “Rien de rien”?), Domenico Modugno (Nel blu dipinto di blu), Charles Aznavour (La bohemia), Frank Sinatra (I've got you under my skin), Johnny Mathis (Misty), Lucho Gatica (No me platiques más) y piezas de Glenn Miller, Henry Mancini y Burt Bacharach, entre otros.
¿Qué más se podía pedir a la vida?
El autor es economista.