La noche era más oscura cuando rayos de luz surgieron inesperados para dominar las sombras que se cernían sobre el Parlamento británico. Entre amenazas, germinó esperanza. Desbordada de acontecimientos, era apenas la alborada. No nacía aún el día, pero lo anunciaba. Contra la pared, los pares británicos dejaron atrás veleidades y pusieron al país primero. ¡Chapeau! Ya era hora.
Boris Johnson, imposibilitado de doblarle el brazo a Europa, había enviado de vacaciones a los diputados. El rutilante y poco afamado primer ministro quería, sin control legislativo, romper a la brava los lazos entre el Reino Unido y la Unión Europea.
Los diputados tenían una semana para reaccionar y frenar ese atroz capricho. Solo acciones dramáticas, formidables para las usanzas británicas, detendrían a Johnson. Estaban atados a una Constitución no escrita, de venerables tradiciones víctimas de abuso de Boris en su espíritu.
Pero donde sobró prepotencia sobreabundó el peso honorable de la historia. Muchos comprendieron la gravedad de la hora. Como en sus mejores días, en la sacrosanta morada donde nació la democracia moderna, primó el sentido de responsabilidad. Si no estaba en sus manos detener el abuso, no podían asentir que Boris cumpliera su propósito y se saliera con la suya. Y no lo permitieron, por lo menos hasta ahora.
Drama. Acto insólito tras acción inaudita, el mundo atónito fue siguiendo a Albión en su drama. Primero, arrebató del Ejecutivo el control de la agenda legislativa. Perder la mayoría fue precursor de lo que le esperaba. Uno tras otro, 21 diputados tories abandonaron la disciplina partidaria y dejaron a Boris humillado. La nueva mayoría multipartidaria de rebeldes aprobó una ley que obliga al primer ministro a procurar una salida negociada o, en su defecto, a solicitar a Bruselas una prórroga de tres meses a la fecha de salida, el 31 de octubre.
A tambor batiente y quemando plazos acuciantes, el 4 de setiembre el proyecto de ley pasó las tres lecturas obligatorias de la Cámara de los Comunes, para ser aprobado, dos días después, por la Cámara de los Lores, donde dominan los laboristas. Al inundar de mociones filibusteras de procedimiento para evitar su aprobación a tiempo, los lores tories produjeron momentos anticlimáticos de suspenso. Eso ya pasó. Con la firma de Isabel II, será ley del reino.
La legislación estipula que el primer ministro debe solicitar una prórroga de tres meses al plazo del brexit, si antes del 19 de octubre no se ha ratificado ningún acuerdo de retirada de la Unión Europea.
Trucos fallidos. “Prefiero estar muerto en una zanja”, replicó, histriónico, Boris y siguió sacándose cartas escondidas de la manga. Truculento, intentó una y otra vez convocar elecciones anticipadas, pero esa provocación no logró el apoyo requerido. Necesitaba dos tercios de la Cámara Baja y la tentación de levantar el guante y medirse en las urnas era grande para la oposición. Pero el momento de celebración de los comicios es decisivo. Ahí está la cola que trae esa movida y la oposición no mordió el anzuelo.
Las elecciones corren el riesgo de que un Johnson, todavía en el poder en la fecha de salida, ejecute la ruptura. Prometa lo que prometa, el primer ministro decidiría la fecha. ¿Y si ganara? En estas condiciones no se excluye su victoria.
El escenario electoral sería privilegiado; oponer al pueblo contra los políticos es el sueño de todo populista. Se terminarían de desdibujar los rasgos históricos del partido conservador, convertido así al extremismo populista y xenófobo de su candidato.
Pero las opciones de Boris Johnson de obligar al Reino Unido a una salida abrupta se restringieron cuando la alianza de los rebeldes acordó no aceptar elecciones anticipadas, sin la ley vigente.
Última jugada. Johnson, por supuesto, no terminará muerto en una zanja. Le queda un recurso explosivo: su renuncia. ¿Será capaz de hacerlo para llamar a nuevas elecciones, con él todavía en el poder en el momento de la ruptura? Esa página, aunque increíble, sigue abierta en esa interminable saga.
Siempre es triste, aunque sea entretenido. La historia volvió a brillar en una semana de sorpresas. Pero, entre las estrechas y engrasadas bancas de cuero del Parlamento británico, la tragicomedia sigue. Pase lo que pase, por mucho esfuerzo para detener lo peor, el mal ya está hecho.
La mayor mentira del brexit estalló en la cara de los detractores de Europa: prometieron consolidar las instituciones democráticas del reino. Ocurrió exactamente lo contrario y eso incluso sin haber salido.
Es mucho lo ya roto. Difícilmente, podrá el pueblo británico reconstruir el orden político trastrocado. Laboristas y conservadores quedaron divididos porque en sus propias filas hay disenso. Las instituciones de la monarquía constitucional están tensionadas casi hasta la ruptura. La reina, en su obligada neutralidad, fue constreñida a ser voz cómplice de los desatinos. Escoceses e irlandeses quedaron escaldados de seguir unidos a un reino que amenaza con cortar las venas que los alimentan. Y, sin embargo, lo peor aún no termina.
Nadie quiere saber ahora cuándo comenzó el caos. Si fue con las falsedades antieuropeas que divulgaron Johnson y Nigel Farage o con el disparate de David Cameron de convocar el referendo. Si fue con el autoengaño del electorado que jamás creyó que ganaría el brexit o con la indiferencia de la juventud, que no midió las consecuencias de abstenerse. Si fue causado por la autosuficiencia de Theresa May, que no buscó consenso nacional antes de negociar o por un Parlamento incapaz de entender que solo había una opción posible.
Cualquiera podría atribuirse el protagonismo del desastre, pero Boris Johnson tiene un lugar de honor en la tragedia. Él es, al mismo tiempo, causa y efecto. Fue la voz que desató la debacle y encarna ahora su peor consecuencia. El crujir de dientes sigue. La batalla de Albión aún no termina y ahí se juega su destino.
La autora es catedrática de la UNED.