Conocí a un señor, por mera casualidad, que había sido seminarista cuando el Seminario Mayor estaba en el centro de San José, donde ahora se encuentra el edificio Metropolitano. No había continuado sus estudios eclesiásticos, pero era un abuelo orgulloso de su historia y de su progenie. Me contó acerca de su primera experiencia con los frailes de mi orden, todos estadounidenses porque ellos fueron los fundadores de nuestra comunidad en Costa Rica.
Me decía que del Seminario le encargaron hacer un mandado, se encontraba en la avenida central cuando vio a los padres con “sus grandes hábitos grises” caminando en grupo: así los describió él. Se detuvo para saludarlos y estos hombres se alegraron del encuentro y lo invitaron a sumarse a ellos en un momento de distensión. Para la sorpresa del aquel joven seminarista, los frailes lo llevaron al bar Chelles.
Todavía recuerdo los detalles del relato, porque el pobre seminarista (que vestía la sotana) sentía la angustia que alguno de sus superiores lo encontrara en aquella situación. De seguro lo echaban del seminario. Pero su narración incluía la gran libertad que vio en aquellos hombres grises. Reía cuando me contaba que los frailes pidieron cerveza, insistían en que los acompañara con un vaso colmo, mientras ellos extendían sus piernas sobre las mesas y jugaban pool. ¡Escándalo para una meseta central puritana e intolerante! Sin embargo, a aquellos hombres no les importaba ser lo que eran.
La razón era simple, llegaron a Costa Rica para ser misioneros en la zona sur, llena de dificultades. No les importó sufrir, pero dejaron una huella imperecedera en la memoria de quienes heredamos su legado. Monseñor Sanabria los invitó a fundar un colegio, que ahora es reconocido a nivel nacional e internacional. Aquellos hombres, empero, siguieron siendo los mismos: librepensadores, osados emprendedores y humildes servidores del pueblo de Dios.
Fe es libertad. Me hace reír cuando recuerdo la narración de aquel anciano porque reconozco en su experiencia el impacto que significa encontrar a Jesús. Sé que para muchos la fe significa “sometimiento”; para mí es sinónimo de libertad. Sí, Dios nos ha dado la oportunidad de ser libres, no esclavos de preconceptos. Un ejemplo lo tenemos en la escolástica medieval, que partía de la confrontación entre ideas discrepantes y proponía un discernimiento cuidadoso para encontrar la verdad.
¿Dónde se encuentra la verdad? Se me ocurre que en el bar Chelles se vivieron momentos decisivos para nuestra nación. Allí, se encontraron diversas personas, de distintos caracteres y formas de ver la vida, que en fugaz contubernio determinaron otros encuentros y vivencias. Me pregunto si aquellos frailes tan liberales habrán conocido a otros personajes significativos para la vida nacional en aquella libre “bohemia”, que permitía el diálogo diáfano y profundo.
De esos encuentros no sabemos mucho, son solo conjeturas, pero el simple gesto nos habla de osadía e ingenuidad. Muchos dirían que esos “gringos” no tenían idea de lo que hacían. Nada más lejos de la verdad porque bien sabían para qué habían llegado a nuestra patria y se amoldaron a una visión de Iglesia que tal vez no era la propia, pero obedecieron a la sabiduría de un obispo y a la necesidad de renovación que exigía el mundo. ¡Cuánto desearíamos tener ese coraje!
No todos lo proyectos de ese grupo de frailes tuvieron buen fin, pero no dejaron de buscar alternativas. La fraternidad que se vivía entre ellos, gente de personalidades recias, ayudó a fraguar una visión de la vida que aún hoy está vigente: enseñar a respetar la persona humana, agradecer a Dios el don de todo individuo, buscar con todas las fuerzas forjar la justicia y, sobre todo, ser desprendidos y generosos.
Aquel pobre seminarista, ya de ochenta años, no olvidaba a los frailes que se acercaban con sus “grandes hábitos” —como él me contó—; grandes porque le parecían extraños. ¿Acaso el Evangelio no tiene que ser “extraño” para este mundo en el cual vivimos? En efecto, Jesús resultaba un problema para todos aquellos que veían la práctica religiosa como una oportunidad de control sobre otros. Nada más desviado de la intención primigenia de la revelación divina: esta no es más que un diálogo amoroso que nos anima a superar las fronteras de nuestros miedos y deseos banales, con el fin de abrazar la libertad que conduce a la verdad y a la justicia.
Cambio de época. El bar Chelles ha sido un símbolo nacional, su cierre nos habla del cambio de una época. Pero no podemos prescindir de su legado, que está entretejido de relaciones y razones. Hoy, tendemos a la lejanía de unos con otros, como si la distancia nos protegiera por arte de magia de la contaminación del fracaso. Nos escudamos muy fácilmente en nuestras metas y sentimientos, como si estos nos permitieran ganar la carrera en la guerra de la competencia reconocida y aplaudida. No hay duda de que hemos considerado el ámbito de lo económico lo único que cuenta para hablar de éxito, así, hemos dejado de lado el placer de la tertulia, que busca en el encuentro el verdadero conocimiento.
Algunos me dirán que el bar Chelles no puede ser comparado con ámbitos ilustrados y de alto rango intelectual. El bar Chelles no era el Club Unión, de seguro, pero es precisamente en la informalidad del encuentro con otras personas donde forjamos el pensamiento que perdura, sobre todo si no tenemos miedo a la alteridad y al reconocimiento de la diferencia educativa y de roles sociales. Esa falta de temor es esencial para ver el mundo desde otra perspectiva y purificar nuestra visión de la vida e, incluso, nuestros intereses tantas veces mezquinos y parcializados.
Pienso en mis frailes, aventureros gringos que anduvieron entre el fango de la zona sur y se arriesgaron a construir grandes centros educativos. Pienso en el proyecto de una vida que se comenzó a forjar en ámbitos diferentes, pero necesariamente conectados, porque cuando se construye un sueño este se hace desde la realidad, no es una copia de un plano diseñado en el escritorio. La realidad compartida e interpretada desde diversos ángulos es el único camino para encontrar algo de verdad en nuestros pensamientos y emociones. No es negándonos como nos volvemos auténticos, es asumiendo lo que realmente somos y compartiéndolo con otros como nos reencontramos con nuestro interior más profundo.
Transparencia. En el bar Chelles se encontraron dos concepciones de Iglesia de la más diversa clase, allá a finales de los años 40 y principios de los 50. Cierto que había miedo, pero también hubo coraje. Se podría pensar que aquellos frailes no sabían que cometían un escándalo, pero las muchas anécdotas que tenemos de ellos nos hacen pensar que vivían en aquella Costa Rica con un espíritu libre. Muchos son recordados con cariño por tantísimas personas; sus debilidades han sido motivo para que el amor hacia ellos se hiciera más fuerte. Esto nos enseña una cosa importante: cuando una persona no se oculta, resulta más creíble. Cuanto más humano se es, menos necesidad existe de la mentira que intenta disfrazar el lobo que hay detrás de nuestras intenciones egoístas.
Cerró el bar Chelles y, con él, se abre un tiempo nuevo para nuestro país y para nuestra Iglesia católica. Lo que me queda claro es que no podemos dejar el espacio del encuentro público. Si el bar Chelles una vez fungió como plaza para el encuentro de los diferentes y como oportunidad para la conversación y el diálogo, tenemos que encontrar nuevos espacios para no aislarnos en nuestros pequeños mundos de “felicidad” comprada y embutida en la falsedad. ¡Es tan fácil levantar muros para crear “espacios seguros” a nuestra comodidad que olvidamos abrir los ojos a lo que es distinto a nosotros, pero que no debería ser lejano a nuestra alma que busca saciarse de la verdad!
Me parece casi un sueño que cerrara el bar Chelles. Ya de aquí a algunos años ningún joven se acordará de ese lugar. Pero lo que no puede ser cancelado es que un día, en ese ámbito, unos cuantos frailes de hábitos grandes, venidos de tierras lejanas, se encontraron con un seminarista diocesano y le mostraron lo bello que significa ser libre para departir con simplicidad lo que se es y crecer en el contacto con el otro que está a nuestro lado.
El autor es franciscano conventual.