Oscuros nubarrones se ciernen sobre el futuro inmediato de Costa Rica, en medio de la incomprensión de muchos y la suicida irresponsabilidad de otros.
A un crecimiento desorbitado de las deudas públicas, se ha unido la pandemia que arrastra al mundo entero, y en particular a los países subdesarrollados, a una depresión económica de impredecibles consecuencias. Pocas veces hemos estado en encrucijada tan difícil.
El presupuesto general de la República para el 2021, que actualmente discute la Asamblea Legislativa, evidencia la quiebra de nuestra Hacienda pública.
Casi la mitad de lo presupuestado para el próximo año (42 %) está destinado a pagar jaranas viejas y más de la mitad del gasto programado (55 %) se financiará con nuevas deudas.
A causa de yerros y excesos del Estado costarricense, de muy vieja data —vicios y abusos mil veces señalados, pero nunca corregidos—, nuestras finanzas públicas acumulan un déficit inmanejable.
Tan embejucados estamos como país que, si no nos prestan más plata, en pocos meses no podremos ni siquiera pagar los intereses de lo que ya debemos; podríamos caer en default, como se dice en la jerga de los economistas.
Empeoramiento de la crisis. La cesación de pagos o declaratoria de bancarrota fiscal implicaría que a Costa Rica se le cierren todas las fuentes de financiamiento, cuando más depende del crédito, y que el país, por consiguiente, se vaya al despeñadero.
En tal escenario, la continuidad de los servicios públicos esenciales (seguridad, salud, educación, etc.) estaría en gravísimo riesgo, el pago de pensiones y salarios pendería de un hilo, la devaluación del colón y la inflación se saldrían de control, la quiebra de empresas y el desempleo campearían por doquier; en fin, la ruina económica y social envolvería al país entero, poniendo en serio peligro su tejido social y su estabilidad política.
Esa dolorosa realidad es la que no quieren ver quienes, como reza el famoso refrán de los avestruces, prefieren hundir su cabeza en la arena para no darse cuenta de que la quiebra financiera del Estado es inminente y que urgen soluciones prontas y eficaces. Y es que existen muchas «arenas» propicias para evadir la realidad y evitar ver el desastre que se avecina.
En primer lugar, está la arena de la demagogia, acaso la peor de todas: fingir que se conoce el problema y declararse preocupado por el país para, de inmediato, alzarse, usualmente en nombre de los más débiles, contra toda propuesta que implique sacrificio propio.
Existe la demagogia pura y simple que levanta barricadas; es la propia de quienes bloquean calles y pretenden debatir con enorme garrote en mano para dar peso a sus tesis. Pero también las hay más sutiles y, por eso mismo, quizá más peligrosas por su contagiosidad; es la demagogia de los micrófonos y de las redes sociales, donde pululan predicadores de todo tipo e improvisados expertos que noche y día se dedican a sembrar cizaña; es decir, a cultivar odios, insultos o falsedades, promover salidas fantasiosas a la crisis o, sencillamente, favorecer intereses corporativos cuando el país está por irse a pique.
Revanchismo. Junto a esa demagogia está la arena movediza del revanchismo partidario, de la politiquería y del cálculo electoral.
El sectarismo partidista obnubila la razón y genera miopía política a tal grado que quienes la padecen llegan a creer que pueden estrangular financieramente al gobierno de turno sin quebrar al Estado y sin dañar a la sociedad a la que, de manera paradójica, pretenden seducir luego en las urnas.
Basta con revisar la prensa de los últimos días para saber cuántos y cuáles diputados, frente a la amenaza de caer en default, proponen derogar o disminuir impuestos para drenar todavía más las finanzas públicas, con el mal disimulado gozo de seguir la fiesta y de hacerle imposible al gobierno salir del hueco.
Tampoco debemos ignorar o subestimar la demagogia oficial, la que en nuestro medio puede esconderse detrás de una banda tricolor o una curul legislativa. Aquella que primero actúa en forma inconsulta e imprudente desde la sorda arrogancia del poder y luego, ante la ruidosa indignación ciudadana, se asusta y paraliza.
Esa es la demagogia de los diálogos estériles, donde todos pueden hablar y decir lo que se quiera, porque nadie está obligado a escuchar y menos a resolver nada. Es la ruta fácil, pero engañosa del asambleísmo, de las consultas plebiscitarias, cuando lo que toca es que los poderes constitucionales asuman su responsabilidad histórica, informen con transparencia a la ciudadanía sobre la magnitud, causas y consecuencias de la crisis que afrontamos y, con espíritu crítico, realismo y valentía, adopten pronto las decisiones que corresponda para evitar la catástrofe.
Casi todos estamos de acuerdo con que las soluciones a esta grave crisis debemos buscarlas dentro de la institucionalidad democrática que nos rige. Sin embargo, importantes dirigentes políticos, empresariales y hasta académicos han dicho, cada uno a su manera, que para resolver la crisis fiscal y económica no importaría saltarse las trancas de la Constitución. No dudo que la historia los juzgará con severidad.
Resistencias. Si bien es cierto que el presidente Alvarado y los 57 diputados fueron elegidos para conducir el país dentro de las competencias y deberes que la Constitución les marca, cabe recordar que, como dijo Max Weber, el ejercicio del poder es una dura y prolongada penetración a través de tenaces resistencias.
Gobernar nunca es fácil, y menos en momentos como el que hoy vivimos en Costa Rica, cuando nadie posee ni de lejos el músculo político para imponer su punto de vista.
Para salir de este atolladero es necesario que el gobierno y un número suficiente de diputados lleguen a acuerdos. No será nada fácil, pero no hacer nada significa el derrumbe.
En estas difíciles circunstancias, esos representantes políticos deben sentir el apoyo de amplios sectores de la ciudadanía costarricense, especialmente de las personas más privilegiadas de nuestra sociedad, que estén dispuestas a colaborar en la solución de la crisis, dejando a un lado, por lo menos temporalmente, los impulsos mezquinos.
No es momento para recriminaciones ni para llorar por la leche derramada. Ya habrá tiempo, cualquiera que sea el desenlace, para repartir culpas y responsabilidades. Si no actuamos ya, el huracán económico y social arrasará casi todo, y lo que no podamos corregir por medio del diálogo, la negociación y la ley, lo hará, a su manera, la ciega y dura inercia de los mercados internos y externos.
En esta hora crucial, debemos dar lo mejor de nosotros. Ojalá las futuras generaciones recuerden a nuestros gobernantes y al pueblo costarricense con respeto y gratitud, como todos honramos hoy la memoria de quienes en 1856 evitaron, a expensas de sus propias vidas, que Costa Rica cayera presa de los filibusteros.
El autor es analista político.