La pasarela y la farándula constituyen las formas específicas, los espacios acotados donde el ser humano se propone y vende a sí mismo como mercancía.
Es el ser humano mercancía. Vivimos en una sociedad donde absolutamente todo asume la forma de mercancía: todo se exhibe, está en vitrina, en escaparate.
Es lo que Guy Debord llamó en su libro de 1973 La sociedad del espectáculo y Vargas Llosa denominó La civilización del espectáculo en su libro del 2012, un epígono del de Debord, pero no por ello menos valioso.
Lo que no se ofrece al mundo como espectáculo, no existe, no tiene densidad ontológica. La Verdad es el espectáculo, la otra —nuestra realidad de todos los días— corresponde a las sombras que desfilan en el fondo de la caverna platónica (La república, libro V).
La vida cotidiana es la doxa, lo que se inscribe en el mágico rectángulo de la televisión es, en cambio, la episteme.
A tal punto hemos llegado a invertir las nociones de realidad y ficción, que habiendo vendido todo cuanto se puede vender (un mercado universal que coincide con el mundo), el ser humano comienza a venderse a sí mismo.
A vender su risa, su dolor, sus tragedias, las más íntimas de sus verdades, la más privadas de sus experiencias.
Hoy, un bebé en el útero es ya una figura de pasarela: los padres postean la evolución del feto día tras día y envían las fotos al planeta entero.
Aún no ha nacido y la pobre criatura —cuyo sentir nadie consulta— es ya una vedette de Hollywood.
Hemos renunciado a la dimensión privada y, no es lo mismo, al sancta sanctorum de nuestra intimidad. Durante siglos, presumimos que lo íntimo era sagrado: un espacio que nadie tenía derecho de allanar, de profanar, de espiar. Hoy, queremos ser allanados, profanados, invadidos.
Queremos ser vistos. Quien no existe en las redes sociales y en los espacios mediáticos simplemente no existe, punto. Montaigne delimitó muy bien en sus Ensayos de 1580 la línea demarcadora que separaba el espacio privado —y a fortiori, el íntimo— del espacio público.
Nosotros creemos (es lo que Foucault llama “una ilusión retrospectiva”) que los espacios privados e íntimos siempre han sido parte de la vida en sociedad. Nada podría estar más erróneo.
Ni durante la Antigüedad ni en la Edad Media existió la noción de espacio privado o público. Bajo la teocracia medieval, la Iglesia podía irrumpir en la morada de cualquier persona, confiscar sus bienes y echarla en un calabozo por el mero hecho de que un vecino la acusase de herejía, y el imputado no tenía derecho a saber quién lo había delatado ni en qué había consistido su transgresión.
Eso que conocemos como privacidad e intimidad son adquisiciones muy recientes en la historia del mundo: le costaron enormes cantidades de sangre a la humanidad. Y, henos aquí ahora, nosotros, renunciando a ellas, aquiescentes a que pongan cámaras en nuestro dormitorio, en nuestro baño, en nuestra sala, en nuestros clósets, en nuestras almohadas (el principio de los reality shows)…
Queremos vendernos, queremos hacer de la vitrina nuestro nuevo hábitat natural, queremos ser vistos, reconocidos, señalados cuando caminamos por la calle.
Como alguna vez dijo Andy Warhol, “el día llegará en que todo el mundo tenga derecho a diez minutos de fama”.
Esa “fama”, que se comprende hoy como una virtud a priori, una cualidad que todos debemos perseguir, aun cuando fuese por las peores razones del mundo (ser narcotraficante, haber asesinado a una familia entera, pelarse las nalgas en televisión o simplemente hacer muecas ante una cámara). Han muerto la discreción, el pudor, el recato, la circunspección.
Un día de estos tuve que esperar algunos minutos en la recepción de un canal de televisión. Quedé perplejo ante el espectáculo que vi: docenas de muchachitas —todas agraciadas, maquilladas y vestidas con prendas brevísimas— mariposeaban y revoloteaban ansiosas por las instalaciones de la empresa.
Con seguridad, para asistir a una sesión en la que algunas (o alguna) serían escogidas para animar un nuevo espacio de la farándula, uno de esos programas de chismes, comadreos y supresión sistemática de la sinapsis neuronal de los espectadores.
Me dije: ¡Cielo santo, pero si esto parece una sucursal del concurso Miss Universo! Todas entotoradas con la quimera de una vida de estrellas televisivas, de autógrafos, de omnipresencia mediática, de figuración, de fama, de apariciones en los suplementos periodísticos consagrados a la farándula: el Valhala, el Olimpo, los Campos Elíseos, el Nirvana, el Paraíso en la tierra.
Éxito fácil. Alguna vez fue necesario estudiar para poder salir adelante en la vida. Pero he aquí que el sistema les propone una vía más expeditiva, fácil y glamurosa para conquistar la fama (verdugo disfrazado de filántropo) y la solvencia económica.
De pertenecer a la nueva casta sacerdotal, al nuevo estamento social de los privilegios, los mimos, las atenciones, las sonrisas, los grandes detonadores del deseo y la lubricidad de los spectaculum consumptors.
Todo esto se inscribe dentro de una economía libidinal, una economía del deseo. Las muchachas y los muchachos de la farándula se proponen a sí mismos como objetos de deseo, y es en ello que se asemejan alarmantemente a la mercancía.
El vínculo entre el comprador y la mercancía es tan poderoso que bien podríamos considerarlo erótico. Un ama de casa anhela su nueva refrigeradora, un chiquito de papi codicia su nuevo Lamborghini, un jugador de PlayStation espera la salida del próximo modelo con un anhelo, una febrilidad, una vehemencia que alcanzan lo salaz, lo lúbrico y sexual.
Es decir, que en el fondo nos siguen manipulando a través del más expuesto de nuestros nervios, por el más atávico de nuestros impulsos: el deseo y su expresión antonomástica: la sexualidad.
La sociedad ha creado los concursos de belleza tanto para hombres como mujeres, la pornografía, las cheerleaders, la edición en trajes de baño de la revista Sports Illustrated, los execrablemente llamados influencers, los top models, las rubias Pilsen, las rumberitas futboleras y los vedettes hollywoodenses para saciar la angurria sexual de un mercado predominante, aunque no únicamente masculino.
Marionetas consumidoras. El hombre es el blanco mercadotécnico de esta diluvial oferta. El deseo guía nuestros pasos, como un hechicero de largos dedos huesudos; nos hipnotiza, nos embelesa, nos pliega a su voluntad: nosotros no somos más que marionetas, sonámbulos que, idiotizados por el deseo, caminamos por cornisas y tejados, arriesgándonos a cada momento a quebrarnos la crisma.
El anarcoconsumismo, ese que no procede de la necesidad, sino de la compulsión, del sortilegio mercadotécnico, el consumismo oclocrático, feroz, irracional, insaciable, nos tiene bien aferrados por el pescuezo.
Juega con nuestra libido, nuestro deseo, atizándolo, enconándolo, haciendo de él una especie de amo al que obedecemos ciega y acríticamente.
El gran mito de nuestra era no son don Quijote, Fausto, Dante, ni Edipo: es don Juan. La pesadilla del deseo, herida eternamente reabierta y supurante, herida que ninguna pomada será capaz de aliviar.
Vamos de deseo en deseo (de compra en compra) y, tan pronto adquirimos el objeto deseado, sucumbimos al taedium vitae, al aburrimiento, al empalagamiento, y entonces resulta urgente inventarse con desesperación un nuevo deseo y aparejar las velas hacia él.
Nuestra vida oscila entre dos únicas realidades: la ansiedad del deseo, salivoso, primario, urgente, apremiante, y el aburrimiento, la saciedad.
Si no estamos en un lado del péndulo, estamos en el otro. Tal era, exactamente, la dinámica sexual de don Juan. La diferencia estriba en que si don Juan era el seductor, nosotros somos los seducidos, y el marketing —monstruoso, tentacular, conocedor profundo de la psique humana— encarna la figura de don Juan.
Hemos de romper este círculo demoníaco, hacerlo saltar en mil pedazos y ser realmente libres. Hoy por hoy, no somos más que esclavos azotados por mil amos. Y la mujer es la perdedora en ese mundo artificial, donde ella debería ser respetada, no mercadeada. Créanme que sería un mundo mucho mejor.
El autor es pianista y escritor.