La reforma fiscal aprobada por la Asamblea Legislativa en el 2018, después de 15 años de la anterior y múltiples intentos, recién termina de desplegarse, pues entraron en vigor las últimas disposiciones sobre impuestos.
Costó llegar a una transacción, el forcejeo entretuvo demasiado la decisión, tanto dentro como fuera del Congreso.
Cuando se aprobó, ya era tardía e insuficiente, de limitado trato de la elusión y la evasión, y con problemas de equidad.
La escasa mejoría de la recaudación y la definición de un límite de endeudamiento, ya muy cercano al 60 % del PIB —por medio de una regla fiscal— obligaban a recargar el peso de la reforma en la reducción del gasto (60 %) y a transitar muchos años al borde del abismo para llegar a un límite normado de endeudamiento del gobierno; eso contando con un crecimiento del PIB adecuado.
La demora en la aprobación produjo que el 36 % del presupuesto nacional sea destinado a intereses o amortizaciones de la deuda.
Pues mal, la ruta escogida, colmada de riesgos y vulnerabilidades, se agravó enormemente con la emergencia de la pandemia. Los riesgos se materializaron y las vulnerabilidades nos salieron a la cara.
De esta manera la vida, la salud y el trabajo de casi todos están bajo ataque y amenaza, aunque de manera muy desigual; muchos ya estaban por debajo de lo mínimo; hoy son muchos más.
Alejarnos del borde. No es mi propósito en este artículo entrar a discutir indicadores y propuestas fiscales, como lo hice durante muchos años, sino señalar la necesidad absoluta que demanda la situación de encontrar con prontitud respuestas que nos distancien del abismo.
La pregunta relevante es cómo superar un estilo de hacer política que parte de que el fracaso de la acción del gobierno equivale a la construcción de la fuerza opositora.
Ese giro me pareció atisbarlo, primero, en negociaciones de partidos políticos, y, luego, en los primeros dos años de esta administración.
Las fuerzas políticas consiguieron construir una agenda en algunos asuntos, muy ambiciosa, e identificar y tomar 59 acuerdos por mayorías calificadas, gracias a la unión entre partidos políticos.
Por cierto, el desempeño es notable, quedan solo algunos pendientes a la fecha, entre estos el Consejo Económico y Social y un tren eléctrico que conecte las ciudades del área metropolitana.
Los partidos, entonces, constataron que la confrontación permanente originaba un pierde-pierde, que tiene un efecto: el conjunto del sistema político sale debilitado y desprestigiado.
La colaboración, junto con la confrontación en algunos asuntos, es el camino de la construcción de la fuerza propia; cada partido recoge lo que siembra y no tiene sentido recoger las cenizas del adversario.
La reconciliación se dio al aprender algo muy sabido de siempre, que pueden trabajar unidos para deliberar con fundamento y tomar decisiones que, aunque no son expresión plena de sus intereses, sí satisfacen parcialmente intereses de cada uno; los intereses compartidos plasman una voluntad y un mérito comunes.
Las disposiciones de reforma del Estado acordadas, aunque hay muchas más pendientes, fueron aprobadas y las enmiendas al reglamento legislativo fueron aprobadas con creces, pues la Asamblea decidió eliminar la posibilidad de obstruir las decisiones.
La propuesta fiscal fue aprobada en el Acuerdo Nacional, con excepción de lo relativo a tributos, aunque tuvo el apoyo de tres partidos con un 66 % de la representación de los diputados del cuatrienio anterior.
Ese entendimiento generó que partidos en el Congreso comenzaran a recuperar credibilidad y estima, siempre en un campo negativo.
Ahora bien, la posibilidad de acordar no puede favorecer la arbitrariedad, la ocurrencia o la improvisación, porque podría causar estupor y ampliar el malestar, el que finalmente se llevaría en banda lo avanzado en la recuperación de la fe y, como si fuera poco, perjudicaría a las personas y la adecuada respuesta a la pandemia.
La buena política. Después de todo, la gobernabilidad democrática requiere buenas prácticas políticas, valores e instituciones, bajo los cuales la sociedad administra sus asuntos.
Claro, es indispensable una conjunción de habilidades del gobierno, partidos y sectores sociales para combinar adecuadamente en un período objetivos compartidos. Estos parecieran fáciles de identificar frente a una amenaza externa, tan grave como la covid-19.
Ingobernabilidad es su contrario, esto es, aquello que perjudique o reduzca la capacidad de una sociedad para administrar sus asuntos, y, además, de manera democrática.
Algunos autores esperan del buen manejo de objetivos que genere la obediencia civil de la población.
No estaría nada mal reconocer un objetivo básico, como es “propiciar una nación más próspera en términos económicos, más equitativa y de alto progreso social, solidaria entre sus ciudadanos y sectores, moderna y competitiva en la economía global, con gobernabilidad democrática y fuerzas políticas que dialogan con fluidez, y transparencia en función de los objetivos superiores de la nación”.
Lo anterior se traduciría en la constitución de un equipo técnico interpartidario que valore o prepare propuestas de política. Ya está clarísimo que cada uno por separado es incapaz de lograrlo.
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El autor es economista.