Circula por ahí una viñeta humorística. La escena gira en torno a tres monjes franciscanos rodeados de barriles. Dos de ellos, a la izquierda, se entretienen comentando la placidez del tercer monje aplanado sobre gradas y con la espalda contra un tonel, durmiendo su borracha santidad.
La bodega tiene paredes de piedra gruesas, escaleras al fondo. El sótano es el lugar perfecto para almacenar vino. También hay botellas sin tapón.
Abajo se lee un latinazo en letras góticas: Qui bibit, dormit; qui dormit, non peccat; qui non peccat, sanctus est; ergo: qui bibit, sanctus est. Aunque no haría falta traducir, aquí lo pongo en español: «El que bebe, duerme; el que duerme no peca; el que peca es santo; luego, el que bebe es santo».
Después de leer esta cháchara se queda uno de buen humor y sin culpa por el vino que el último sábado se le subió a la cabeza, y, ¡qué carajo!, para ser santo igual valen gin, tequila, guaro… A más de esto, más de lo otro, y está uno a un paso de tocarle la puerta a Pedro, el de las llaves.
Pero no nos entusiasmemos. Alegrón de burro y de embustero. Si queremos ser precisos (y me disculpan por desencantar a los bebedores que creían merecer el paraíso), estamos ante un juego de falacias múltiples.
En esta secuencia cada frase es un aparente silogismo breve (llamado entimema por Aristóteles) que se encadena con otros para simular una relación consecuente entre el vino y la santidad.
El humor recurre con frecuencia a esta clase de argucias pseudoargumentativas, para hacer feliz al oyente, a contrapelo de la lógica.
Parecido a este se conoce un sofisma célebre que Diógenes Laercio le atribuye a Euclides de Mégara:
—¿Tienes lo que no has perdido?— Sí. —¿Has perdido cuernos?— No. —Luego tienes cuernos.
Quedémonos por ahora con los vinos. Mientras disfrutaba la broma de los tres monjes guarecidos en la cava contra las tentaciones del mundo, me saltó a la vista otra cosa.
Curiosamente esta caricatura (y muchas por el estilo) se permite dos licencias al mismo tiempo: una de ellas en beneficio del gozo, asume la distorsión lógica que comenté antes y construye así el trampolín de la risa sobre un razonamiento falso. Pero este ejemplo mismo destaca otra licencia —que va en serio y no en broma—: me refiero a una licencia moral.
En otras palabras, cuando un sujeto se permite romper la lógica del razonamiento para hacer reír, logra romper también una restricción moral para sentirse aliviado en su infracción. Funciona aquí una especie de autoengaño.
Habrá que preguntarse si en muchos casos, al desmontar falacias lógicas detrás del humor, se desmontan también falacias morales a las que les gusta esconderse como la mano que tira la piedra. ¿Quién lo diría? In vino veritas.
El autor es filósofo.