Los jóvenes tienden a fijar su atención en el futuro; los viejos, en el pasado. Con los notables avances en robótica, inteligencia artificial y todo lo que un pequeño y barato teléfono celular puede hacer, muchos han olvidado el reloj de cuerda (¿solo para dar la hora sirve esa cosa?). También de los libros viejos, pues, sin sacrificar espacio físico, en bibliotecas virtuales encuentran desde Don Quijote de la Mancha hasta el Evangelio según san Juan y El capital, de Marx. Pero ¿“sacrifican” espacio los libros antiguos? Para muchos, la respuesta es no: los libros antiguos, más bien, engalanan el espacio donde se ubiquen.
Aprecio como el que más la habilidad de los jóvenes para utilizar la moderna tecnología y confío en que ellos harán un uso socialmente productivo de sus capacidades. Pero, si son tan ambles, no a costa de borrar todo lo que tenga más de cincuenta años.
Las obras de arte, y muchos espacios gratuitos ofrecidos por la naturaleza, poseen un grandísimo valor. Algunos incluso son objeto de seguros comerciales, pero por montos que no pasan de ser simbólicos, pues varios daños son irreparables.
¿Cuántos euros vale la Mona Lisa, la que día tras día es admirada en el Louvre por miles de personas? La humanidad no puede ser “indemnizada” por bosques primarios y especies de animales que se extinguen, no por el impacto de un meteorito caído del espacio a gran velocidad, sino por la indebida acción del hombre.
Pérdida y reconstrucción. Una buena parte de la catedral de Notre-Dame de París recién fue consumida por un incendio. Jóvenes, cuyas edades iban de 20 a 30 años, desde la distancia, contemplaron, con pavor, la evolución del siniestro, mientras, con gran fe, pedían al Creador su intervención salvadora.
Gente adinerada de diversos credos religiosos o ateos ofrecieron ayuda financiera para la reparación de tan grave daño. Pareciera que es solo cuestión de tiempo para que Nuestra Señora de París, donde con gran regocijo muchos —como este escribidor— han vivido la solemnidad de misas con cantos gregorianos, vuelva al estado en que estuvo hasta el Lunes Santo.
Grandes controversias han surgido con motivo del siniestro. Por un lado, algunos opinan que debe aprovecharse la oportunidad para modernizar lo dañado por el fuego; por ejemplo, colocando vigas metálicas en vez de las de madera que tenía. También, que procede prescindir de una de las torres que se quemó.
Yo, humildemente, difiero de esa opinión. Lo que debe hacerse es, profesional y cuidadosamente, como saben hacerlo en Europa, restaurar lo más fielmente posible la obra respetando lo que fue antes del incendio.
Por otra parte, otros consideran que las grandes sumas de dinero prometidas por empresarios y celebridades públicamente para la restauración de la catedral tendrían mejor uso si se dedicaran a reducir la desigualdad de ingreso en la sociedad francesa o el resto del mundo, como —dicen— enseña el cristianismo. ¡Cuán extraño es que a gestos nobles se les vea de otra manera!
Menos impuestos. No faltan quienes argumentan que en el tanto esas donaciones reduzcan el pago de impuestos sobre la renta de quienes las hagan, el Estado estará incurriendo en un “sacrificio” fiscal. Tendrían razón si operaran como gastos deducibles para el cálculo del impuesto sobre la renta y, sobre todo, si se consideraran créditos tributarios. De ser así, el fisco estará soportando al menos parte de esas donaciones.
Para silenciar esas críticas, algunos donadores han prometido no utilizar del todo los montos que den para rebajar sus pagos del impuesto sobre la renta. Buen gesto. Pero ¿por qué donarla a Notre-Dame y no a algún fondo o fideicomiso administrado por los líderes del movimiento “chalecos amarillos”?
La respuesta es sencilla: porque los donadores sienten un compromiso mayor con la historia, con el pasado, no solo de París, sino también de la humanidad y la conservación de uno de sus más preciados símbolos, que con el uso que unos agitadores sociales darían a esos dineros.
El cristianismo no tiene entre sus fines luchar contra la desigualdad de ingresos. Sí aboga por la ayuda al prójimo por medio de la caridad, no de esquemas impositivos progresivos ni de otros mecanismos ajenos a la voluntad de las personas.
“A los pobres siempre los tendréis con vosotros”, dice el Evangelio de Mateo (26:11) y, además, en el sermón de la montaña, Jesucristo predicó que son bienaventurados los que viviendo en pobreza material mantienen vivo su espíritu.
Envidia. Quienes, como muchos hoy, insisten en que lo que realmente cuenta es reducir la desigualdad de ingreso material, más parecen ser guiados por la envidia, que constituye uno de los siete pecados capitales según la concepción de san Gregorio Magno.
En el poema El purgatorio (de La divina comedia) Dante Alighieri define la envidia como el “amor por los propios bienes pervertido al deseo de privar a otros de los suyos”.
Además, la redistribución de riqueza forzada por medio de la política fiscal o de otra regulación del quehacer social suele actuar de manera perversa sobre los incentivos para producir riqueza.
El requisito fundamental para repartir la riqueza es producirla. Cuando lo anterior no se cumple, como es el caso actual en la República Bolivariana de Venezuela, lo que se reparte a las masas es pobreza. ¿Qué diría Simón Bolívar de enterarse sobre uno de los usos que, allá por 1999, dieron a su nombre?
Confío en que Notre-Dame de París vuelva pronto a verse como lo fue. Sin una coma más, sin una coma menos.
El autor es economista.