Los Juegos Olímpicos me emocionan muchísimo. Como uñas durante muchas competencias, me meto en ellas como si fuera un atleta más. Cualquier final de pista y campo, los 400 metros planos, en particular, son un deleite; o el lanzamiento de jabalina, el martillo y el salto triple. La gimnasia, con sus rutinas “imposibles”, me parece una combinación deliciosa de belleza y riesgo; me acelero con el voleibol, los clavados y hasta con las carreras de remo. En fin, son una fiesta que me recuerda que límites que a veces creemos infranqueables pueden ser superados con disciplina y perseverancia; que se puede competir con empatía y respeto a los competidores.
Cuando sea joven otra vez quiero ser atleta olímpico.
Y, sin embargo, esta vez algo pasó. No ha sido lo mismo. He estado de larguito. Es que el camino a Río 2016, y el mismo destino, ha estado enmarañado. Para empezar, el Comité Olímpico Internacional (COI), como la FIFA, huele feo. La hediondez es indisimulable, incluso para un fiebre como yo. El COI, que organiza los Juegos Olímpicos de invierno y verano, lo hace de manera turbia. Para empezar, la escogencia de las sedes está envuelta en sospechas, pues siempre hay acusaciones de amarres bajo la mesa. Esta vez, la actuación del COI en relación con el sistema de dopaje masivo del atletismo ruso, auspiciado por el mismo estado ruso, ha sido confuso para decir lo menos. En la práctica, lo toleró, contra recomendaciones de otros órganos del sistema.
Los requisitos que el COI pide son cada vez más extravagantes. Organizar unos juegos de verano implica hoy una inversión de unos $15.000 millones (cerca del 30% del PIB tico). Si una ciudad no pone esto, no logra la sede. Por otra parte, se estima que unos juegos típicamente generan entre $3.000 millones y $4.000 millones de ingresos. Es un negocio ruinoso. ¿Quién gana con esto? Una telaraña de constructores y dueños de terrenos que cobran caro mientras la ciudad queda con una infraestructura costosísima de mantener, subutilizada, y los números rojos.
En Río se “limpiaron” barrios pobres enteros, expulsados para hacer campo a las instalaciones. Como que en Escazú se barra a los pobres para que la gente “linda” tenga su hábitat impoluto. Una grosería en una ciudad aquejada por la violencia y la exclusión social. Y Brasil, que vive una grave crisis económica y política, ha tenido que comerse la empanada de esta extravagancia.
Ojalá las Olimpíadas lograran despojarse del traje sucio que el COI les ha confeccionado. ¡Cómo lo sueño!