La democracia liberal representativa está bajo asalto en distintas partes del mundo por movimientos populistas de distinta persuasión ideológica que, en nombre del pueblo irredento, buscan controlar los sistemas electorales y socavar las instituciones del Estado de derecho. Sin embargo, los populismos no salen de la nada: utilizan las fallas de la democracia liberal para criticarla y, finalmente, sustituirla. Apuntan, lamentablemente con razón, la incapacidad para dar entregas de bienestar a las mayorías ciudadanas, revertir el deterioro de los estados de bienestar y las desigualdades en la riqueza. Este asalto es una parte medular de la historia contemporánea, pero, como siempre, hay otra parte sobre la que se reflexiona menos.
Me voy a permitir aquí un barbarismo: “oligarquización” (Aristóteles, Política). Tal palabra no existe en nuestro idioma, pero me ayuda a proponer una manera distinta de interpretar las “fallas” de la democracia. Planteo que estas no son equivocaciones ni producto de la inevitable distancia entre un noble ideal y la realidad. Digo que manifiestan una oligarquización de los sistemas políticos, el proceso mediante el cual los resultados del juego democrático benefician crecientemente a pequeños pero influyentes grupos, quienes poseen, además, poderes de veto sobre muchos asuntos públicos.
La oligarquización es resultado de distribuciones cada vez más asimétricas del poder dentro de la ciudadanía y entre esta y actores transnacionales, que terminan cargando los dados a tal grado que los ganadores y perdedores son casi siempre los mismos. Y, por supuesto, el malestar cunde. En varios países crea un círculo vicioso: pocos billonarios financian partidos políticos, controlan redes sociales y muchos medios de comunicación y, ¡oh sorpresa!, las políticas públicas los favorecen.
Simplifico, por supuesto, por falta de espacio. Sí quiero decir que la oligarquización de la democracia liberal no solo abre las puertas al populismo, pues se la pone fácil a la hora de demostrar que la democracia no funciona para la gente “de a pie”. Es también, en sí misma, veneno para la democracia, solo que la erosiona de otra manera. Urge reconciliar la democracia liberal con la ciudadanía, buscar equilibrios dentro de ella entre los que más tienen y los menos afortunados para así proteger nuestras libertades y derechos.
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El autor es sociólogo, director del Programa Estado de la Nación.