La mentira siempre tuvo un papel en la política, pero en el pasado, cuando quedaba al descubierto, descalificaba. Por eso, los personajes propensos a utilizarla procedían con cautela. Los gobernantes totalitarios nunca compartieron la preocupación, confiados en el poder de sus maquinarias propagandísticas para convertir la falacia en verdad. Pero la mentira descarada, indiferente a las pruebas en contrario, es una novedad en la política de los países democráticos.
Hay mentiras elaboradas desde el poder con fines tan discutibles como comprensibles. Durante la Guerra Fría, John F. Kennedy mintió sobre la operación en la bahía de Cochinos y su sucesor, Lyndon B. Johnson, sobre la guerra de Vietnam. Cada cual puede juzgar las políticas encubiertas con esas falsedades, pero su relación con la preservación de intereses nacionales —bien o mal entendidos— es innegable.
La mentira de Bill Clinton sobre su relación con una pasante de la Casa Blanca o el rosario de mentiras de Donald Trump sobre sus negocios, affaires y campañas electorales pertenecen a otra categoría, definida por el propósito de encubrir conductas personales reprochadas por el electorado, y hasta la comisión de delitos.
Pero entre los dos últimos ejemplos también cabe una distinción. Hace un cuarto de siglo, confrontado con la evidencia, Clinton reconoció la mentira y pidió disculpas por su conducta. El miércoles, Trump negó haber pedido al secretario de Estado de Georgia “encontrar” los votos necesarios para darle la victoria electoral. “No le pedí encontrar nada”, afirmó ante una audiencia televisiva de millones, aunque el mundo entero ha escuchado una y mil veces la llamada telefónica. Y no fue esa la única negación de hechos incontrovertibles a lo largo de la entrevista.
Las principales repercusiones del escándalo Lewinsky surgieron de la mentira, más que de la relación extramatrimonial. El juicio político (impeachment) contra Clinton fue por perjurio y obstrucción de la justicia. En cambio, las mentiras de Trump, sobre temas mucho más gruesos, no le cierran el camino a la probable postulación presidencial por el Partido Republicano.
La oleada de populistas surgidos en todo el mundo durante los últimos años descubrió que la mentira ya no tiene consecuencias, ni siquiera cuando resulta obvia, en tanto hayan identificado correctamente los agravios, ciertos o imaginados, de una parte del electorado dispuesta a justificar y aplaudir en cualquier caso.
Laboró en la revista Rumbo, La Nación y Al Día, del cual fue director cinco años. Regresó a La Nación en el 2002 para ocupar la jefatura de redacción. En el 2014 asumió la Edición General de GN Medios y la Dirección de La Nación. Abogado de la Universidad de Costa Rica y Máster en Periodismo por la Universidad de Columbia, en Nueva York.
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