BERLÍN– La cumbre del G7 parece confirmar lo que por largo tiempo ha sido evidente: Estados Unidos y China están entrando en una guerra fría similar a la que hubo entre EE. UU. y la Unión Soviética en la segunda mitad del siglo XX.
Occidente ya no ve a China solo como un competidor, sino como un contendiente civilizatorio. Una vez más, el conflicto parece girar alrededor de dos «sistemas» mutuamente excluyentes. Entre un aumento del choque de valores y una competencia de reclamos por el poder y el liderazgo globales, una confrontación militar (o cuando menos una carrera armamentista) se ha convertido en una clara posibilidad.
Pero, vista más de cerca, la comparación con la Guerra Fría se presta a equívocos. La rivalidad sistémica entre EE. UU. y la URSS estuvo precedida por una de las guerras «en caliente» más brutales y catastróficas de la historia, y reflejó las líneas del frente de ese conflicto.
Si bien EE. UU. y la Unión Soviética fueron los principales ganadores después de las rendiciones alemana y japonesa, antes de la guerra ya eran enemigos ideológicos. Si la Alemania de Hitler y el Japón imperial no hubieran buscado el dominio del planeta mediante la conquista armada, EE. UU. y la Unión Soviética jamás habrían sido aliados.
Tan pronto como terminó la guerra, se reanudó la contienda entre el comunismo soviético y el capitalismo democrático occidental, agravada por la brutalidad de la sovietización forzosa de Europa central y del este entre 1945 y 1948.
Al mismo tiempo, el nacimiento de la era nuclear perturbó de manera fundamental la política de las potencias al convertir toda guerra futura por la hegemonía global en un imposible sin la autoaniquilación.
La seguridad de una destrucción mutua mantuvo «fría» la confrontación entre las superpotencias, incluso bajo la amenaza de una catástrofe nuclear que podría acabar con toda la humanidad. Si la Unión Soviética y el Pacto de Varsovia no hubieran colapsado cuatro décadas más tarde, es probable que el conflicto se hubiera prolongado indefinidamente.
Etiqueta mampara. La situación actual entre Occidente y China es totalmente distinta. Si bien el Partido Comunista de China (PCCh) llama «socialista» al país para justificar su monopolio político, nadie se toma en serio esa etiqueta.
China no define su diferencia con Occidente según su posición sobre la propiedad privada; en lugar de ello, simplemente dice y hace lo que sea necesario para mantener su régimen unipartidista.
Desde las reformas de Deng Xiaoping a finales de la década de los 70 del siglo pasado, China ha creado un modelo híbrido en el que coexisten los mercados y la planificación central, y la propiedad tanto estatal como privada. El PCCh, por sí solo, está en la cima de este modelo marxista-leninista de mercado.
El carácter híbrido del sistema chino explica su éxito. China va camino a superar a los Estados Unidos en lo tecnológico y lo económico para alrededor del año 2030, un logro que la Unión Soviética nunca tuvo la oportunidad de alcanzar en ningún momento de sus 70 años de historia.
Claramente, el «socialismo de los billonarios» chino está en mejores condiciones para competir con Occidente que el viejo sistema soviético en todos sus años de existencia.
Si la rivalidad sistémica actual no es igual a la Guerra Fría, ¿en torno a qué debería girar la Guerra Fría II? ¿En obligar a China a volverse más occidental y democrática? ¿O simplemente contener el poder chino y aislarlo tecnológicamente (o, como mínimo, detener su ascenso)? Y si Occidente lograra algunos de estos objetivos, ¿entonces qué?
De hecho, ninguno de estos objetivos se podría lograr a un costo razonable para las partes implicadas. En China habitan 1.400 millones de personas que pueden ver que ha llegado su oportunidad histórica de reconocimiento global. Dada la escala del mercado chino y las interdependencias económicas que genera, la idea de que se la puede aislar es absurda.
Visión más amplia. Pero quizás el asunto se trata más de poder que de economía. ¿Cuál será la potencia hegemónica del siglo XXI? Al unir fuerzas con el resto de Occidente, ¿puede EE. UU. realmente cambiar la trayectoria histórica del ascenso de China y el relativo declive de Occidente? Lo dudo.
El reconocimiento por parte de Occidente de que China no se volverá más democrática por su desarrollo económico y su integración a la economía global es una deuda largamente necesaria. La codicia mantuvo a flote esa fantasía por demasiado tiempo.
Pero aventuraré una predicción: el siglo XXI no se caracterizará principalmente por un regreso a la política de las potencias, incluso si las cosas parecen encaminadas hacia eso. La experiencia de la pandemia nos obliga a adoptar una visión más amplia.
La covid-19 fue un mero preludio a la inminente crisis climática, un reto global que obligará a las grandes potencias a abrazar la cooperación por el bien de la humanidad, sin importar quién sea el «número uno».
Por primera vez en la historia, la pandemia ha convertido a la «humanidad» en más que una abstracción, tornando ese concepto en un campo de acción material. Para contener el coronavirus y evitarnos a todos la amenaza de las nuevas variantes, serán necesarias más que 8.000 millones de dosis de vacunas. Suponiendo que el calentamiento global y la sobrecarga de los ecosistemas regionales y globales sigan al mismo ritmo, este mismo campo de acción global será el predominante en el siglo XXI.
En este contexto, la pregunta de quién está en la cima se decidirá no mediante la política de grandes potencias tradicionales, sino por cuáles potencias aporten el liderazgo y la competencia que la situación exige. A diferencia del pasado, una guerra fría aceleraría, no evitaría, una segura destrucción mutua.
Joschka Fischer: ministro de Relaciones Exteriores y vicecanciller de Alemania entre 1998 y el 2005, fue líder del Partido Verde alemán durante casi 20 años.
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