El historiador griego Plutarco de Queronea, del año 40, aproximadamente, en su biografía sobre el político romano Lucio Licinio Lúculo, cuenta que Lúculo, acompañado de su ejército, avanzaba a buen ritmo hacia el monte Tauro, donde se encontraba el rey Tigranes, con el fin de conquistarlo.
“Tigranes, al primero que le anunció la venida de Lúculo, en lugar de mostrársele contento, le cortó la cabeza, con lo que ninguno otro volvió a hablarle palabra, sino que permaneció en la mayor ignorancia, quemándose ya en el fuego enemigo, y no escuchando sino el lenguaje de la lisonja”.
Como me parece que uno de los orígenes de los problemas que estamos teniendo como país se deben a la soberbia, la cita anterior me viene muy bien para invitar a quienes me leen al diálogo y que pongamos en ello una enorme red flag, como suele decirse en las redes sociales.
Contrario a la definición de su origen etimológico, del latín superbia, como un sentimiento de superioridad sobre los demás, a mí los soberbios me han parecido siempre unos grandes inseguros, que andan en busca de amor.
Si así fuera, ¡qué camino más entreverado eligen! Digo, ¿no sería más fácil la ruta de la personalidad crítica, directa, serena y cordial para procurarse un poco de afecto?
Yo sobrevalorado
Esta actitud, de la que el filósofo holandés Baruch Spinoza dijo que era estimarse más de lo justo, podría ir en aumento, asociado con lo que la psicoanalista española María Navarro analiza como una cultura que sobrevalora el yo.
Puede resultar paradójico, pues uno de los grandes logros de la modernidad fue, precisamente, la reivindicación del individuo, quien, antes de eso, era arrasado por los discursos colectivistas.
Pero que cada subjetividad merezca un espacio seguro en cada cultura no quiere decir que lo social desaparezca o pueda ser descuidado. Pretender hacer imperar el propio deseo, el pensamiento y los actos, sin ninguna preocupación por las consecuencias que ello tenga en los demás, nos vulnera como cultura.
Si usted lo que quiere es tener amistades, ¿por qué no se hace cargo del enorme trabajo que cuesta construir una?
Uno de los problemas con los soberbios es que suelen ocasionar daños, pues, a veces, el engreimiento se manifiesta como un odio que no le da ganancia a nadie, y solo consigue ensuciar a su alrededor: nadie obtiene nada disparando contra determinados grupos o el país, sobre todo, si su trabajo es, precisamente, construir el futuro. Nadie gana nada, excepto retribución narcisista.
Esa actitud puede prestarse también para confundir la firmeza de carácter y el apego a la veracidad con la grosería.
Empatía y cortesía
Según cuál sea su idea de lo bueno, justo y cierto, la persona soberbia cree que tiene derecho a burlarse de las costumbres de quien profesa una fe o de quienes militan en algún partido o reivindican los derechos humanos, por poner algunos ejemplos.
Como país y civilización, ganaríamos si cada uno, en la medida de sus posibilidades, se esforzara por no causar sufrimiento, sino por aligerar un poco la vida de quienes le rodean. Esto no es tan difícil; solo un poco de cortesía y de autorrepresión del impulso de muerte suelen hacer la diferencia.
El país debe poner como prioridad el cultivo de la empatía y la cortesía para que la inmensa mayoría que se rige por dichas actitudes se advierta más que esa ínfima proporción que tanto ruido produce.
Aunque lo anterior no es significativo para alcanzar mayor igualdad y justicia para quienes viven en las orillas del país, puede ser la base que nos ayude a empezar a hablar sobre cómo llegar a ello.
Sin diálogo no hay cambio social posible. Tenemos que hablar y, para hacerlo, debemos comenzar por aceptar que lidiar con los demás es la cosa más difícil para cualquiera, pero tal vez si partimos de un poco de sentido común, se aliviane.
Todas las personas, absolutamente todas, hacemos cosas que lastiman y ofenden a otras.
Mensajeros
Dependiendo del daño, está bien que nos ofendamos y lastimemos un poco, nadie es capaz de vivir con la severidad de quien no aguanta nada, así que, maduremos, sepamos convivir decepcionándonos sin sacarnos los ojos.
Conversemos usando nuestro pensamiento racional y analicemos con la cabeza fría los mensajes que nos llegan para saber desconfiar de quienes —como Pennywise, el escalofriante y encantador payaso que creó Stephen King— se alimentan del miedo.
Reclamemos a quienes elegimos que no sean como Tigranes, que se entrenen para tener sus oídos atentos a las señales de advertencia que deben ser atendidas.
Ustedes y yo sepamos ser como el primer mensajero que se atrevió a decirle lo que pasaba. Hagámoslo con la esperanza, eso sí, de tener mejor suerte.
La autora es catedrática de la UCR y está en Twitter y Facebook.